La mañana del 2 de octubre de 1828, en la Plaza Mayor de Bogotá, José Padilla fue fusilado y luego colgado en una horca, condenado por haber participado en la fallida conspiración para asesinar a Simón Bolívar. Padilla siempre lo negó. Lo que sí nunca negó fue su fastidio con aquellos que se oponían al disfrute de la igualdad social y política para los más humildes y para los de su condición étnica. En noviembre de 1824 publicó un contundente panfleto titulado ‘Al respetable público de Cartagena’, en el que se refería a esos hombres que, de manera desvergonzada, minaban con sus ataques “el edificio de la libertad y de la igualdad del pueblo”. Aquellos que querían “sustituir las formas republicanas por las de sus antiguos privilegios y la dominación exclusiva de una pequeña y miserable porción de familias sobre la gran mayoría de los pueblos”, decía.

Este tipo de posiciones ponían inquietos a sus contradictores políticos y cuando Padilla llegaba a Cartagena de Indias decían que con él llegaban también “los bochinches de colores”. Este hombre, de origen humilde y marino por vocación, nacido en Riohacha el 19 de marzo de 1784, fue uno de los líderes militares más destacados en la consolidación de la independencia nacional. Participó en la defensa de Cartagena de Indias durante el Sitio de Pablo Morillo en 1815, liberó a la ciudad de las últimas tropas realistas con el triunfo en la Noche de San Juan de 1821 en la bahía de Cartagena, y fue el héroe de la batalla naval de Maracaibo del 24 de julio de 1823, con la que se definió el destino político de los llamados países bolivarianos. Pero a pesar de los triunfos llevaba la desgracia en la piel. Habitaba un territorio con fuertes tensiones raciales, y eso le costó la vida.

Cuando ocurrieron los hechos de la famosa conspiración septembrina, Padilla estaba en la cárcel, y los implicados en la confabulación nunca dijeron con certeza si el almirante conocía los planes. En una época en la que era moneda corriente indultar a los conjurados, a Padilla se le aplicó la máxima pena. Otros, incluyendo a Francisco de Paula Santander, fueron mandados a un cómodo exilio en Europa. Apenas un mes después de su muerte, Bolívar ya estaba arrepentido: “Lo que más me atormenta todavía es el justo clamor con que se quejarán los de la clase de Piar y Padilla. Dirán con sobrada justicia que yo no he sido débil sino en favor de ese infame blanco [Santander], que no tenía los servicios de aquellos famosos servidores de la patria. Esto me desespera, de modo que no sé qué hacerme”, escribió amargamente. En 1831 la Convención Granadina decretó la reivindicación oficial del héroe y la Ley 69 del 30 de junio de 1881 aprobó su rehabilitación permanente y la construcción de una estatua de bronce en Riohacha.

Hablar de Padilla en tiempos de conmemoración del Bicentenario es una manera de entender la complejidad de los procesos de independencia y de comprender que muchas de las cosas que definieron la nación –algunas de ellas todavía las padecemos–, se dieron más allá de los campos de batalla.

javierortizcass@yahoo.com