Parece que estuviéramos condenados. En este país siempre que brota un capullo de esperanza al lado germinan los retoños de la muerte.
Hace poco, al día siguiente de las elecciones, nos levantamos aferrados a los ensayos para renovar la fe en la nación. Mas allá de cualquier preferencia política en las elecciones a la Alcaldía de Bogotá, el beso de celebración de la primera mujer que ocupa la administración política de la capital de la República con su pareja –también mujer– fue una muestra contundente, ética y estética, de que estábamos en otros tiempos y que las cotidianas luchas sociales de las llamadas minorías sexuales estaban arrojando resultados incontrovertibles. Ese día también supimos que en Buenaventura, ese puerto próspero en medio de una ciudad de miseria y muerte, la gente había elegido como su primer mandatario a alguien que hizo parte del movimiento social que se construyó para denunciar, precisamente, el hecho de que la ciudad estuviera sumida –a pesar de la opulencia del puerto y de los millones que mueve a diario– en el hambre, la muerte y la miseria. En Turbaco, a pocos minutos de Cartagena de Indias, un exguerrillero carismático y trovador, que mientras estuvo en el monte disparó más versos que balas, le ganó por amplio margen las elecciones a los poderes mafiosos que siempre pusieron el alcalde que les dio la gana. De igual forma, esa mañana, nos enteramos que el discurso de un patriarca –ese que se resiste a jubilar su odio y megalomanía disfrazada de patriotismo– y su partido político, habían sido derrotados en las urnas, perdiendo incluso influencia en territorios que hasta hace poco nadie dudaba de que eran de sus entrañas y apegados a su filosofía. Y había más para la esperanza: otra mujer, Mercedes Tunubalá, indígena de la etnia Misak, fue elegida alcaldesa del municipio del Silvia en el departamento del Cauca. Una mujer, y además indígena, había ganado allí en una zona donde los viejos patricios caucanos volvieron costumbre la humillación a sus ancestros.
Todavía estábamos embriagados por esa tonada renovadora, esperanzadora, cuando llegó el ruido de las balas. Cuando abrimos los ojos, la muerte estaba allí. Y fue –como para confirmar que la esperanza y el horror pueden germinar en el mismo suelo– en el Cauca, en el mismo departamento en el que Mercedes había ganado una elección para dirigir a un municipio. Primero fue en Tacueyó, resguardo indígena de Toribío: con granadas y disparos de fusil, una mujer gobernadora y cinco miembros de la Guardia Indígena fueron asesinados y cinco personas quedaron heridas. Todavía no habían pasado tres días de esa masacre, cuando otras cinco personas fueron asesinadas en Corinto mientras realizaban trabajos de topografía. Aquí se volvió costumbre que se salpiquen los atrevimientos de optimismo con sangre. Duele esta tierra nuestra que te salva, pero luego te desangra o te desangra y luego te salva. No para nunca esta terrible esquizofrenia nacional.
javierortizcass@yahoo.com