Algo de complacencia morbosa se percibe en el presidente Iván Duque cuando anuncia en los auditorios los nombres de los miembros de estructuras delincuenciales o guerrilleras capturados o dados de baja. Quizá esa sensación es producto del tono envalentonado y sobrador que ha decidido asumir ante la avalancha de críticas que lo ven como la marioneta de un veterano titiritero empecinado en seguir moviendo los hilos o por los reclamos que vienen de las entrañas de su mismo partido que le piden más carácter y mayor beligerancia en sus actuaciones. Quizá. Lo cierto es que cuando se para frente a los micrófonos para transmitir este tipo de noticias, se muestra como un boxeador fanfarrón recitando la lista de los rivales que ha dejado tirados en la lona.
De esos performances a los que ya nos tiene acostumbrados, hay uno que llama mucho la atención. Fue durante el informe presentado ante el Congreso. El Presidente cambia de ángulo, de entonación, de gestos en su rostro, mueve las manos y va subiendo el tono de la voz regodeado en la dicción de cada uno de los alias de la extensa lista de gloria; es como si buscara en el anuncio de cada sobrenombre un punto a su favor en los porcentajes de las encuestas de popularidad: “No solamente hemos capturado mil doscientos de los miembros terroristas de esas organizaciones –dice–, sino que cabecillas como Guacho, Rodrigo Cadete, Chucho Mercancía, David, Negro Edward, Mordisco, Pichi, Cole… han sido dados de baja”.
El 3 de septiembre del año en curso, un día después de la operación militar en San Vicente del Caguán, en el Caquetá, en la que se bombardeó un campamento guerrillero, asumió la misma pose, pero esta vez la lista de alias fue más corta. Habló del carácter estratégico, meticuloso, impecable y riguroso de la operación, pero sólo se quedó en el anuncio de la muerte de Gildardo Cucho, cabecilla de esa columna disidente de las Farc. Después de los aplausos entusiastas no hubo mención de más alias para el regodeo. El resto de muertos que el presidente no nombró –resultado de esa operación escrupulosa y concienzuda–, eran menores de edad.
Por supuesto que es una práctica oprobiosa y condenable reclutar menores para la guerra, pero justificar su muerte a través de un bombardeo por estar en un campamento guerrillero es una infamia. El Estado está para proteger la vida de los menores cualquiera sea su condición, no para despedazarlos con bombas. Lo más grave del asunto es que el gobierno sabía de la presencia de niños y niñas en el lugar, porque dos meses atrás el personero del municipio de Puerto Rico (Caquetá) había denunciado el reclutamiento de menores de varias veredas de la región para ese campamento. La cosa es grave: no solo bombardearon el sitio sabiendo que allí había infantes, sino que después recogieron los cadáveres –algunos desmembrados, incompletos– y se los ocultaron a la opinión pública. Entiendan: la diferencia entre el Estado y un grupo al margen de la ley, es que el Estado no puede reproducir los mismos métodos que estos, de lo contrario no tendría ninguna autoridad ni política, ni ética, ni moral para combatirlos.
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