El pasado jueves 21 de noviembre, por la noche, después de las movilizaciones en todo el país, el presidente Iván Duque Márquez dio una alocución por televisión. Nada extraordinario. Estuvo dentro de su habitual retórica: no se refirió a los puntos que generaron el Paro Nacional, sino que habló del papel destacado de las autoridades para mantener el orden y de la necesidad de proteger la propiedad privada, la vida, la honra y los bienes de todos los colombianos. ¿De qué me hablas, viejo?, quizá pensaron algunos. Pero lo que sí estuvo fuera de lo normal y me llamó poderosamente la atención fue el uso reiterado de la palabra vándalos. En un discurso de cuatro minutos y treinta y dos segundos, Duque la usa en seis ocasiones, es decir, aproximadamente cada cuarenta y cinco segundos. Fue extraño, pero al día siguiente sabríamos de qué nos hablaba.

En términos generales la movilización había sido pacífica y además, como nunca antes, hizo gala de un despliegue de creatividad producto del protagonismo de los estudiantes y de una gran cantidad de artistas que se vincularon a ella. Hubo enfrentamientos en la Plaza de Bolívar en Bogotá, no más intensos de los que normalmente suceden en otras marchas como las habituales del 1º de mayo, por ejemplo. Pero si previo al paro se generó un discurso que decía que el caos absoluto se iba a tomar el país, que hordas salvajes iban a saquear el comercio, destruir iglesias, la industria y toda la infraestructura de transporte de las ciudades –es curioso, en el único video que circula de saqueo a un supermercado de cadena en Bogotá, la policía llega y parecen jugar a la lleva con los saqueadores, no se captura a una sola persona como si sucede en las marchas cuando detienen a los estudiantes–, por supuesto había que crear el apocalipsis. Entonces apareció el toque de queda y los rumores del Estado de conmoción como en los tiempos de Turbay Ayala.

Se juega con el miedo, con el miedo de las clases medias y de los pobres. Grupos de personas se meten a los conjuntos residenciales gritando y amenazando. No roban nada. La policía llega, no captura a nadie y les dice a los residentes que no dan abasto y que deben armarse con lo que tengan a mano y protegerse. A veces –como en Cali–, aparece el ejército diciendo que ya pueden estar tranquilos, que ellos brindarán seguridad y pide que entren a sus casas para que los dejen hacer su trabajo sin confundirlos. Claro, la gente asustada se desgaja en aplausos. Mi hija que estaba en Cali esa noche, me contó que escuchó una conversación en una fila de supermercado en la que un hombre le cuenta a otro que en su edificio les dijeron que sacaran las armas y se dio cuenta que era el único que no tenía y debió comprar una. El otro dijo que justamente le había pasado lo mismo y que también le compró un arma a uno de sus vecinos.

Solo para recordar: el proyecto paramilitar de este país comenzó ajusticiando adictos, prostitutas y homosexuales en los barrios y pueblos de la nación. Muchos aplaudieron porque se sintieron protegidos. Luego vino lo que sabemos. Quizá ahora entendamos la insistencia del presidente en repetir la palabra vándalos.

javierortizcass@yahoo.com