Tengo buena memoria. Me lo han dicho. Yo lo creo. Yo lo sé. A veces recuerdo detalles insignificantes. Recuerdos que no cuento a menudo, que guardo porque me costaría mucho convertirlos en relatos interesantes para alguien. Para mí lo son. Es raro: sé que aparentemente no son trascendentes pero toda la vida me han dado vueltas en la cabeza y son como ventanas que me ayudaron a ver más allá, como si vinieran, en su infinita simpleza, cargados con una fuerza transformadora; como la epifanía que se siente cuando un sabor inesperado te estalla en la boca o el poder de un rito iniciático que te lleva a otra dimensión. Me pregunto ¿qué cuerdas del subconsciente se templan en esos sencillos momentos para que justo cuando suceden tengas la certeza de que eso, sin saber con claridad porqué, lo vas a recordar toda la vida?
Me aventuro a contar uno: tengo cuatro o cinco años, es de noche, estoy con mi hermano Teo en la puerta de la casa bajo la luz triste de un barrio de invasión en la frontera de Valledupar. Él acababa de llegar de la calle, estamos frente a frente, cada uno sentado en una silla en medio de dos árboles de caucho que empiezan a crecer. Me extiende un trozo de galleta, se queda con el resto en la mano. Yo empiezo a comer. Es uno de esos bizcochos harinosos, tradicionales en algunas zonas del Caribe colombiano, que necesitan abundante saliva para pasarlos. Mastico. Trago.
–¿Terminaste?–, me pregunta después de un rato. Hemos estado en silencio. Ocasionalmente me observa, luego mira al infinito pero sé que no se fija en nada del lugar ni de su alrededor. Tal vez busca algún punto donde quiera que esté su pensamiento y solo habló para decirme eso. –No, –contesto. Hay silencio en el ambiente o quizá un sonido apagado: un perro que ladra echado en algún lugar, sin ganas, con el fastidio y el desgano de saberse perro y tener que asumir el compromiso de ladrar; una música que llega suave a través de las ocasionales ráfagas de viento desde la que se intuye al borracho que escupe solitario en la cantina.
En los oídos siento amplificado el sonido de mi propia masticación, el sonido grueso de lo que voy tragando. Yo miro al suelo ocasionalmente, tal vez buscando alguna hormiga extraviada en la noche que aprovecha las diminutas migas de galleta que caen. Él sigue fijando la mirada en la geografía de sus pensamientos, pero lo sé ahí, conmigo, con ese amparo de animal discreto que nunca abandonó, con esa capacidad para generar comunión y protección sin palabras y sin proponérselo. Pregunta nuevamente si he acabado, respondo que no, otra vez. Me mira. Sonríe con paciencia. Vuelve a sus pensamientos.
–Ya acabé, –digo después de un tiempo. Estira la mano y me pasa el otro pedazo de galleta. Bajo la misma luz triste y los sonidos del silencio en un barrio pobre en las afueras, un niño y su hermano comienzan el ritual, otra vez.
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