Cuando uno cree que la aceptación, la tolerancia y el respeto empiezan a vislumbrarse en una sociedad, solo falta que aparezca el miedo para que todo eso se venga abajo. El miedo no solo ve en todo lo diferente peligro, sino que también construye otros con pasmosa facilidad. El miedo se alimenta del prejuicio, por eso es el argumento más usado por los regímenes políticos en tiempos de crisis.

Durante estos días de jornadas nacionales de protesta, Colombia no ha sido la excepción. Ya sabemos lo que pasó en Cali y Bogotá las noches del 21 y 22 de noviembre respectivamente, y ya sabemos que cuando las estrategias fueron descubiertas el gobierno no habló más del tema, ni se expandieron más los rumores por las redes, ni hubo más llamadas a la policía en las que alguien decía angustiado decía que se estaban metiendo a asaltarlos en sus conjuntos residenciales. Quizá por eso se empezó a usar otra estrategia.

Si algo ha caracterizado la jornada de protestas en el Caribe colombiano es su carácter pacífico, que además ha recurrido a un derroche de creatividad artística sin precedentes. Pese a eso, en Cartagena de Indias, cuando hace unos días se programó una marcha que pretendía circular por el sector de Bocagrande, se armó un operativo policial y de seguridad que parecían los ejercicios militares con los que una nación resguarda su frontera con el vecino ante una guerra inminente. Por supuesto, la marcha nunca entró. Pero no ocurrió solo eso, aparecieron los prejuicios en una ciudad en la que –tenemos la boca rajada de decirlo– el prejuicio y la exclusión parecen su condición más cierta. Entonces el otro –que a veces se tolera en su condición sumisa– se convirtió en un vándalo destructor y peligroso. Había que proteger el barrio. En ese delirio, hubo miembros de familias con apellidos perfectamente identificables en la ciudad que hacían llamados sin ningún pudor a través de las redes sociales a formar brigadas armadas con bates para esperar a los posibles invasores. Se construyó un otro totalmente diferente a mi, y por supuesto, es más fácil dejarle caer sin remordimientos un bate de beisbol en su humanidad a alguien que ya he convertido en salvaje. Esa es la lógica con la que funciona toda guerra.

¿Pero quiénes eran esos otros, bárbaros, de los que había que cuidarse armando ejércitos privados? Acaso no era fácil que dentro de esos marchantes estuviera el profesor de ciencias sociales de tu hija; el hijo de la secretaria de la pequeña empresa que manejas que es tan eficiente que hasta te cubre los deslices amorosos; los nietos o los bisnietos de las nanas que vivieron toda su vida en esas casas –ahora defendibles– atendiendo niños malcriados por salarios de miseria; los profesores universitarios que fueron sus profes en los diplomados, especializaciones y maestrías que hicieron en las universidades de la ciudad; el profesor o la profesora de teatro, danza o música de tu hijo. ¿Eran esos los vándalos salvajes que había que esperan con bates para proteger el barrio?

Repito: el miedo se alimenta de los prejuicios. Y los prejuiciosos son básicamente ignorantes.

javierortizcass@yahoo.com