Tengo recuerdos pueriles de los tres sobrinos con los que me crié: Jairo Javier, simula que canta subido en el trozo de un árbol que hace las veces de asiento en un rancho en la Sierra. Usa un pedazo de madera como micrófono; está sin camisa, descalzo, lleva pantalones cortos y un sombrero rústico de paja en la cabeza. Es de noche. Su sombra se mueve histriónica, gigante ante la luz de una lámpara de queroseno. Alrededor de él hay varios tíos –mis hermanos– que celebran su ocurrencia. Hay risas. Hay comunión familiar rural. Hacinados en la única habitación de una diminuta casa, Álvaro Antonio rasga debajo de sus costillas, con la mano derecha, las cuerdas de una guitarra imaginaria. Da pequeños saltos; lleva una pantaloneta blanca, va sin zapatos y sin camisa –¿acaso era el estilo infantil familiar?–, y mueve la cabeza de manera desorbitada. Uno de sus tíos lo ve y dice que de seguro será rockero. Hay risas. Hay comunión familiar urbana. Adolfo Carlos juega con un amigo imaginario a quien llama “Pelaito”, algo que consiste en marcar un pedazo de tierra, dividirlo en dos partes, y lanzar una vieja lima de hierro para insertarla en el campo del contrario hasta dejarlo sin terreno. No recuerdo como iba vestido –tampoco quise inventarlo aquí–, pero sé que simulaba con gracia la voz de su oponente imaginado. Discuten. Le hace trampa. También recuerdo que había risas familiares.
Hoy Jairo Javier no es cantante, pero tiene un gusto exquisito por los vallenatos grabados en los años ochenta. Trabaja para una empresa que presta el servicio de mantenimiento al Centro de Convenciones de Cartagena; anda por ahí, cruzándose a diario con el público de todas las pelambres que asiste al lugar, con su pulcro uniforme de dotación, un radio inalámbrico, y a veces usa una gigantesca llave de expansión que no cuesta imaginar fue la que se usó para aflojarle los tornillos a esta ciudad. Todavía conserva mucho de la gracia de aquella noche de infancia; tiene un humor inteligente, y sus cuentos y apuntes han trascendido el espacio familiar y ya son referentes en mi grupo de amigos más cercanos. Álvaro Antonio no sabe tocar ni una pandereta. Siempre fue un adelantado, incluso cuando de niños tratábamos de cantar vallenatos a cuatro voces. Hizo algunos semestres de medicina, se aburrió, se metió a la Defensa Civil y fue feliz curando manteros corneados por toros en las corralejas de los pueblos del norte de Bolívar. Luego se hizo contador. Es ordenado, inteligente, indiscreto con la lengua, hábil para los negocios, y puedes estar seguro que si mueres primero, en medio del dolor, tendrá la tranquilidad para exigir tu acta de defunción y hacer los trámites funerarios. Adolfo Carlos siguió con su creatividad. Es atento y seductor como buen timador, y yo adoro que sepa que canción ponerme cuando llego a Valledupar. Si le das una mínima oportunidad te llenará de embustes innecesarios e inofensivos. Ha sido locutor en emisoras de pueblos, vive del rebusque, y tiene un hijo maravilloso que toca guitarra y estudia sociología.
La nostalgia –lo dice su etimología– no es más que la añoranza por regresar al hogar. Para eso escribo estas líneas, para regresar al hogar de origen. Con ellos.
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