Lo mejor que le pudo pasar a algunos políticos de la ciudad de Barranquilla es que las explosivas declaraciones de Aida Merlano llegaran en plenos carnavales. En realidad, desde antes, todo estaba armado. La fuga, la ridícula captura de la hija y su posterior empelotada para una conocida revista colombiana, eran el argumento perfecto para la realización de una ópera bufa. Las carnestolendas la tenían fácil, y la ciudad –como lo están confirmando las representaciones en el Carnaval– no podía ser inferior al momento. Barranquilla idolatra su fiesta, todo se paraliza (o se activa), y lo que ocurre, por muy trascendente y trágico que sea, huele y sabe a carnaval. El mundo se carnavaliza.

La cuestión es que no estoy seguro de que las cosas hubiesen sido diferentes si suceden en otro tiempo. Sobre el Caribe, varios teóricos han refinado sus argumentos para explicar su capacidad desacralizadora y el performance cotidiano en el que parece vivir su gente. A eso se refería Gabriel García Márquez cuando dijo que en Barranquilla no había prestigio que durara tres días. Aquí el carnaval no es solo el espacio-tiempo en el que, desde la antigüedad, se daba licencia para vivir por fuera del orden y del control; un tiempo de desenfreno antes de volver al orden y recogerse en la devoción de la cuaresma del mundo cristiano. Aquí, la manera de afrontar, y a veces de soportar los días, pasa por vivir en una suerte de eterno carnaval, de modo que poco o nada sustantivo –más allá de los chistes– hubiera cambiado en la cotidianidad de la Arenosa, si las declaraciones de Aida Merlano, desde Venezuela, llegan antes, en o después de las fiestas.

El otro tema es que toda la nación parecer vivir en un carnaval. Una mascarada macabra. Todo ocurre, todo se deja pasar; licencia, descaro e impunidad. Y lo peor es que los máximos protagonistas de esta orgía mafiosa son los mismos que ejercen el poder y que deberían llamar al orden. En el interesante libro El poder en escena: de la representación del poder, al poder de la representación, George Balandier anota que el poder es una constante puesta en escena, una teatralización, una representación donde se supone se expresa lo más sublime y magnificado de la sociedad. De sublime, en las representaciones del poder en los últimos tiempos en Colombia, no hay absolutamente nada. Aquí ha habido envenenamientos, campamentos bombardeados con niños, muerte de un estudiante por fuerzas del orden, fosas comunes con infantes, escándalos financieros, reformas económicas que ahogan a lo que queda de la clase media, asesinatos sistemáticos a líderes sociales, representantes oficiales de las instituciones que protegen la memoria de las víctimas que niegan el conflicto, y un coronel de las fuerzas armadas que expone su vida y la de su familia denunciando a sus colegas por seguir en la dinámica de los falsos positivos… y no pasa nada. Absolutamente nada. Somos la nación que vive en un perverso y mafioso carnaval, y no pasa nada. Solo da para el narcisismo de cierto periodismo, matoneador y vocinglero, que se cree más importante que la noticia.

javierortizcass@yahoo.com