Lo saben hasta los guías turísticos y también quienes han convertido el conocimiento de Gabriel García Márquez en un amasijo de anécdotas contadas con familiaridad: fue el escritor Manuel Zapata Olivella quien presentó a Gabo en 1948, cuando todavía los incendios en Bogotá producto del asesinato del líder Jorge Eliecer Gaitán no se habían apagado, ante Clemente Manuel Zavala –entonces editor del recién fundado diario El Universal–. Lo que pasó después con el futuro nobel en ese periódico lo investigaron y contaron con rigor los escritores Jorge García Usta y Gustavo Arango, y por supuesto alimentó el arsenal de los que coleccionan historias sin el pudor de las notas de pie de página.

En lo que poco nos hemos detenido es en un detalle que no resulta menor si sabemos todo el provecho literario que le sacó a eso García Márquez: fue también Manuel, en su condición de médico en el pueblo de La Paz, cerca de Valledupar, quien le enseñó los territorios de La Guajira y el Magdalena grande, que dio inicio a las correrías –posteriormente mitificadas– por las tierras de los antepasados de la línea materna. De aquellos tiempos hay testimonios fotográficos. Varias de esas fotos las hizo Nereo López, y como para que no quedaran dudas de que la vocación más dominante de Manuel –como dijo Gabo– “era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo”: fue él quien a comienzos de los años cincuenta mostró y logró que las fotografías que hacía Nereo fueran publicadas en la revista Cromos y en el periódico El Espectador. A partir de ese acontecimiento, Nereo dejó su trabajo como administrador de una modesta sala de cine en Barrancabermeja, y comenzó su exitosa carrera como fotógrafo profesional.

Manuel Zapata fue un escritor e investigador prolífico. Nueve novelas, siete colecciones de relatos, una rica producción de ensayos, artículos y ser el mentor e impulsor de las más importantes empresas culturales para sacar a flote la identidad popular y profunda de la nación, así lo atestiguan. Pero además de eso, era un hombre bueno, generoso, dispuesto a darle una mano a sus colegas sin la menor muestra de egoísmo. Vale recordarlo ahora, cuando la máxima obra de algunos escritores es la construcción de egos descomunales. A Manuel hay que leerlo, y no solamente porque estamos en su año decretado oficialmente, sino por la incontestable riqueza de su obra literaria y por su compromiso ético y político para emprender las más nobles cruzadas culturales.

Se debería reeditar a Manuel en estos tiempos en que las editoriales suelen graduar de escritores a quienes tienen por ejercicio hacer notas sobre sus estados de ánimo en las redes sociales. Hace tres años cuando preparaba la curaduría de una pequeña muestra de fotografías de Nereo López sobre Manuel, –en el marco del evento Manuel Zapata Olivella: al encuentro con la diáspora, que organizó en Cartagena el Ministerio de Cultura, el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena, la Universidad de Cartagena y el Museo Histórico de Cartagena– Liza López Olivella, hija de Nereo, le escribió un pequeño correo electrónico a Moisés Álvarez, director del Museo, en el que le contó que en los archivos de su padre hay “un proyecto de libro curado por él llamado Manuel Zapata Olivella visto por Nereo”. Quizá es buen momento para publicarlo.

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