La obra narrativa de Borges nos ofrece varios objetos imaginarios que resultan fascinantes. Objetos que ni la tecnología de nuestros días, rayana en la omnipotencia, hará jamás que veamos ni toquemos en este mundo.
Recuerdo, por ejemplo, el minúsculo “cono de metal reluciente” que, en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, aparece en una pulpería del norte del Uruguay: tiene apenas el tamaño de un dado pero es tan pesado que un niño es incapaz de levantarlo. Recuerdo el Zahir, una moneda común que un hombre llamado Borges recibe como vuelto en una tienda de Buenos Aires y que, a partir de entonces, si bien luego se libra de ella, nunca podrá quitarse un solo instante de la mente a tal punto que le será imposible pensar en ninguna otra cosa. Recuerdo el Aleph, esa “pequeña esfera tornasolada”, refulgente, sólo un poco más grande que una canica normal, pero que contiene todos los lugares y cosas e individuos del Universo, “sin confundirse (…), vistos desde todos los ángulos”, y “sin disminución de tamaño”.
No obstante, de todos sus objetos fantásticos ninguno me interesa tanto ahora como aquellos que tienen que ver con el mundo del libro. ¿Quién, para empezar, no quedaría maravillado, tal vez hasta el éxtasis o la locura, si tuviera El libro de Arena entre sus manos? El Libro de Arena es, ya saben, ese libro quizá de ejemplar único llamado así porque sus páginas son infinitas: por más que uno se esfuerce, nunca encontrará ni la primera ni la última de éstas. ¿Quién no se pasmaría si de pronto se encontrara habitando la biblioteca de Babel, es decir, se encontrara siendo bibliotecario de esa vasta y probablemente infinita torre en que se almacenan no sólo todos los libros que se han escrito, sino todos los que es dable escribir en todos los idiomas? ¿Quién no experimentaría la más arrasadora felicidad si, en una de las galerías hexagonales de esa biblioteca cósmica, diera con el Libro Total, ése que es “la cifra y el compendio perfecto de todos los demás”?
Pero no sólo en la obra de Borges figuran bibliotecas y libros mágicos. Sin ir tan lejos, en Todos estábamos a la espera, de Cepeda Samudio, hay “Un cuento para Saroyan”, un cuento en que un personaje llamado Al asegura que “Faulkner les agrega páginas y personajes a sus novelas cuando uno no lo está viendo, así que cuando tú lees un libro de él por segunda vez encuentras cosas que antes no había, y es por eso: porque él agrega páginas cuando uno no está en casa”. Al sugiere que otros autores también tienen esa misma costumbre.
Emerson, por su parte, en el ensayo titulado “Libros” (que hace parte del volumen Sociedad y soledad, de 1870), formula una metáfora para describir qué es una biblioteca: es un lugar donde, encerrados por un hechicero dentro de cajas de cuero y de papel, se hallan “cientos de queridos amigos”, los cuales están ansiosos por hacernos una señal y revelarnos sus secretos, pero que no podrán salir de su encantamiento y hablarnos hasta que nosotros, los lectores, tomemos la iniciativa de hablarles primero. Si asumimos esta evocación en sentido literal, obtenemos un objeto mágico que podríamos llamar la Biblioteca de Emerson.
Ahora bien, no es fortuito que termine este artículo con la Biblioteca de Emerson porque su sencillo y elemental propósito no es otro que volver a llamar la atención sobre algo en lo cual ella nos hace caer en la cuenta: que el libro factual, el libro que en la realidad cotidiana podemos encontrar fácilmente en una librería, en una biblioteca o en internet… ¡es ya de por sí mágico! Un dispositivo sofisticado que nos permite conversar y escuchar con los ojos –para emplear las fórmulas de Quevedo– a personas ausentes, vivas o muertas: a las mejores personas ausentes, si sabemos elegir bien.
Es increíble que nos abstengamos de esta conversación que, sin importar cuán lejos estén en el espacio y en el tiempo los interlocutores, siempre será vívida, cálida, íntima.