¿Está bien o está mal que los editores condicionen el trabajo creativo de los escritores, así sea para determinar la extensión de sus obras? La pregunta viene a cuento porque la semana pasada salió una información en el diario El País, de Madrid, según la cual los últimos 10 años, en España, han mostrado claramente la tendencia a que los libros de creación literaria que se vienen publicando son cada vez más cortos.

El dato aparece respaldado por unas estadísticas de la Federación de Gremios de Editores de España y por los testimonios de algunos editores, escritores y lectores consultados por el matutino madrileño. Se asegura que la extensión media de las obras literarias publicadas pasó de 265 páginas en 2009 a 243 en 2017 y que el 50,8% de los títulos que en este campo se ofrecen hoy día son libros de menos de 200 páginas.

Hay que decir que la injerencia de los editores en la longitud de los textos literarios no es un fenómeno nuevo, en particular en las novelas y los cuentos. En los tiempos del folletín ya sucedía esto, pero en una dirección contraria: la publicación por entregas solía tener como efecto que las obras fueran bastante o muy largas, a veces más de lo necesario.

La tendencia a que las obras literarias ahora sean más cortas indicaría un bandazo de la industria editorial (la noticia de El País, recalco, se refiere sólo a la de España, pero sabemos que ella lidera el mercado del ámbito panhispánico). En efecto, desde por lo menos finales de la década de 1990, las casas editoriales forzaron a los escritores a escribir largo, en la medida en que les cerraron los espacios a los géneros cortos (el cuento y la poesía) y se dedicaron únicamente a publicar novelas, así como crónicas o reportajes de largo aliento. Recuerdo que por aquella época, en Colombia, por ejemplo, los poetas, los cuentistas, y aun los periodistas, se lanzaron de pronto todos a una a escribir novelas. Hice constar esa coyuntura en un artículo publicado en 2004 cuyo título era: “¡Todos, corran hacia la novela!”.

El imperio novelístico llevó a que la poesía fuera prácticamente descatalogada y que el cuento resultara tan arrinconado que un crítico de la revista Arcadia protestó en 2014 por la creación del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, pues a su juicio el cuento era ya “un género en desuso”.

De modo que la nueva situación descrita por el artículo de marras implica un viraje. En vista de que “los lectores son cada vez más reacios a los libros voluminosos” (eso dice Enrique Redel, fundador y director de la editorial Impedimenta), la novela, por un lado, si bien no ha perdido su vigencia, es al parecer sometida a una parquedad en el paginaje; y el cuento y la poesía, por otro lado, han vuelto a ser tenidos en consideración, lo que ciertamente es un suceso que ya veníamos notando de tiempo atrás.

¿Quiero ello decir que en el futuro próximo se reducirán las probabilidades de que en español vuelvan a aparecer, en un lapso relativamente corto, digamos de apenas cinco años, una serie de novelas de la envergadura de Terra nostra, de Carlos Fuentes (880 páginas); de Palinuro de México, de Fernando del Paso (661 páginas); y de La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa (928 páginas), las cuales, tan sólo entre 1975 y 1981, irrumpieron como un tropel de mastodontes en las bibliotecas de los lectores, reclamando cada una de ellas de cada uno de ellos largas horas de concentrada atención? Amanecerá y leeremos, como dice la conocida paráfrasis del consabido dicho.

Para cerrar, retomo el comienzo: ¿está bien o está mal que los editores obliguen o, por lo menos, recomienden escribir corto? Desde luego que está mal, o por lo menos no está bien, pero sería peor que exigieran escribir largo; que establecieran, por ejemplo, no publicar ningún libro que tenga menos de 500 páginas, para mencionar la clásica extensión que Borges vilipendió, al considerar un “desvarío” explayarse en tal vastedad para desarrollar “una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”.