A comienzos de este mes, una popular periodista de radio se trenzó en una fuerte disputa en Twitter con un igualmente popular senador de la República. Entonces una turba de tuiteros, agrupados con una etiqueta, metieron baza en la discusión, lanzando un ataque feroz contra la periodista, que no sólo la cuestionaba en cuanto tal, sino como persona y miembro de una familia. En vista de que el ataque se mantuvo por muchas horas seguidas y llegó a ser la principal tendencia en Colombia, varios notables del país, sobre todo colegas de la afectada, reaccionaron en su defensa; le expresaron su “solidaridad” y “apoyo”, calificaron la arremetida como “inaceptable”, “aterradora”, “infame”, y pidieron “respeto por ella y mesura a los usuarios a la hora de publicar sus comentarios”.

Mostrarse solidarios con quienes son blanco de este tipo de carnicerías en Twitter es un buen gesto provechoso, pero me temo que pedir a sus agresores que los respeten y que usen con mesura sus cuentas en esta red social es inútil. Me temo que ello es desconocer la naturaleza de este nuevo medio de comunicación social, que en sus 13 años de existencia ha conseguido justamente moldear y definir ya una naturaleza propia, que, por lo demás, lo distingue de las otras redes sociales.

Lo que quiero decir es que el medio Twitter propende per se a la emisión de mensajes violentos, soeces, insultantes, así como a la articulación y propagación de éstos de manera tal que formen una suerte de hordas discursivas. Ése es el talante dominante del medio y la mayoría de sus usuarios se convierten en simples componentes pasivos o mecánicos de ese talante.

¿Cómo ocurrió este proceso? He aquí mi hipótesis: en Twitter, como en todas las demás redes sociales, millones de personas encontraron un canal para expresarse públicamente. Como, además, lo que quisieran publicar no tenía que pasar por el filtro de calidad de editor alguno, se ahorraron la exigencia de tener que elaborar sus mensajes, esto es, de exponerlos con coherencia, unidad, cohesión y sentido completo. Tenían, pues, el camino expedito para manifestarse tal cual solían hacerlo en el corrillo callejero, en el café, en la cantina, en el chismorreo de las reuniones con amigos o vecinos. Pero Twitter, en particular, facilitaba aún más esto, pues sus 140 caracteres permitían disimular un tanto la incapacidad para urdir un texto: bastaba sólo con garrapatear de cualquier modo una o dos líneas y ya. La falta de control editorial constituyó también una tentación para trasladar a la red la misma maledicencia que es habitual en los intercambios orales que he mencionado y el limitado lenguaje soez que le es concomitante. Ah, y agréguese a lo anterior la posibilidad de ser allí anónimo, lo que convirtió a Twitter en la versión potenciada del pasquín.

El ejercicio mayoritario de ese estilo de comunicación hizo que éste fuera configurándose poco a poco como el modelo propio de expresión de Twitter. Los nuevos usuarios que fueron llegando asumieron que era así como había que actuar en Twitter, que era así como funcionaba Twitter, de modo que se integraron al modelo. Incluso, uno advierte que tuiteros que dan muestras de tener una capacidad discursiva superior a la de este público promedio se esfuerzan por salpicar sus textos bien formulados con un madrazo aquí, un mierdazo allá y otra procacidad mayor más adelante, sólo para ponerse a tono con el estilo del medio.

Los beneficios que ha traído Twitter a la sociedad son indudables, algunos de los cuales son comunes a otras redes sociales, en aspectos tales como la participación masiva de la gente en la vida política y pública, el acceso en un mismo sitio a contenidos de todos los medios de comunicación tradicionales y no tradicionales del mundo y el conocimiento de primera mano de la información y las opiniones de periodistas, escritores, artistas, científicos y políticos reconocidos.

Pero, mezcladas con esos beneficios, confundidas a veces inextricablemente con ellos, se hallan su alta contribución a la difusión de mentiras y, tal como lo he planteado en esta nota, su rufianería y su matonería, que, insisto, componen su catadura más característica.