Como algunos saben, Vladimir Nabokov escribió: “La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle de Neanderthal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando ‘el lobo, el lobo’, sin que le persiguiera ningún lobo”. Es decir, para Nabokov, y tal como él mismo lo afirma más adelante en ese mismo texto (Curso de literatura europea, 1983), “La literatura es invención”, ficción pura. Yo no podría estar más de acuerdo con él.
Pues bien: en una nueva lectura que hice recientemente del cuento “El último viaje del buque fantasma”, de García Márquez, encontré el apólogo del pastorcito mentiroso utilizado también para ilustrar un aspecto clave de la literatura. Para empezar, creo que, en efecto, la historia que narra ese cuento del escritor colombiano constituye una variante del célebre apólogo atribuido a Esopo: en uno y otro relato, tenemos a un chico que, procedente de un lugar en que no hay ninguna otra persona más que él, avisa a otros varias veces consecutivas de la aparición de algo, tratando de que éstos acudan al sitio donde, según él, ese algo hace presencia. Incluso, en el cuento de García Márquez, hay un pasaje que certifica explícitamente la condición de “pastor” del muchacho protagonista: cuando él logra orientar el rumbo del trasatlántico con su lámpara, el texto dice que “se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido”.
Por supuesto, los dos pastorcitos tienen asimismo en común el que ambos se estrellan con la indredulidad de los demás: el de Esopo, sólo al final; el de García Márquez, siempre. Pero al pastorcito del Caribe no le creen no porque mienta, sino porque el buque trasatlántico cuya presencia anuncia es un fantasma. Es decir, la entidad que él anuncia sí ha aparecido, sí está ahí, pero no le creen por la simple razón de que tal entidad pertenece a un nivel de realidad fantástico. Ante eso, el muchacho debe hacer un gran esfuerzo (“ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver”) para probarles a los incrédulos que el nivel mágico de la realidad sí existe; que la realidad, junto con la dimensión racional, lógica, natural, posee también una dimensión prodigiosa, sobrenatural. Y ese es, ni más ni menos, el mismo esfuerzo que debe hacer también el autor de literatura fantástica, en la cual hay que incluir, como dos modalidades de ella, lo real maravilloso y el realismo mágico, si bien algunos teóricos formulan distinciones entre aquélla y éstos.
Me parece que, en concreto, en “El último viaje del buque fantasma”, García Márquez expresa una tesis que él planteó también por otros medios y otras formas discursivas, tales como ensayos cortos y entrevistas de prensa: la tesis de que el problema del escritor latinoamericano consiste en que, al contrario del europeo, no tiene necesidad de inventar nada –como hace el pastorcito de Esopo–, sino lograr que los lectores le crean cuando se limita a contar simple y llanamente la realidad, pues la suya es una realidad asombrosa, maravillosa, mágica. (Ésa es la tesis de García Márquez; pero a sus lectores nos consta que en su obra él inventa mucho y bien, sólo que, según él explicaba, esas invenciones son sólo “trasposiciones poéticas” de la desmesurada realidad de América Latina y el Caribe).
“El último viaje del buque fantasma” tiene un final feliz: el pastorcito de trasatlánticos del más allá consigue con creces suspender la incredulidad de los miembros de su comunidad, quienes se quedan pasmados de admiración viendo la gran maravilla a la que antes eran escépticos. Quiero creer que este final representa el triunfo universal de la obra de García Márquez, ante cuyas increíbles y prodigiosas historias se rindió de asombro la humanidad.
@JoacoMattosOmar