Como siempre, me levanté a las 4:45 de la mañana; como siempre, Marian todavía dormía y ni siquiera movió una pestaña mientras me lavé la cara en el lavabo, no obstante que dejé abierta la puerta del cuarto de baño, situada a menos de dos metros de nuestra cama. En el momento en que salí de la habitación y volví a cerrar la puerta de ésta, su sueño, plácido, silente, prosiguió sin alteración alguna.
Fui a la cocina. Me preparé un tinto. Lo bebí solo sentado a una pequeña mesa pensando en la agenda del día. Nada especial: un panorama de horas rutinarias. Luego me dirigí a la puerta vidriera del balcón de la sala y observé por un rato el cielo todavía oscuro, bajo el cual, sin embargo, en el parque situado enfrente de nuestro edificio, ya algunas personas ejecutaban diversas clases de ejercicios: caminaban, hacían abdominales o flexiones de pecho en las máquinas de gimnasia.
Regresé al cuarto y todavía Marian estaba dormida. La luz del alba ya había aclarado la habitación. Noté algo que no había advertido antes: tenía la mano derecha cerrada. Al acercarme a la cama, me di cuenta de que en realidad no estaba del todo cerrada, sino que sus cinco dedos estaban flexionados como si sujetaran alguna cosa redonda que reposara en la palma, la que, ahuecada, formaba un cuenco perfecto.
Inclinándome, me acerqué aún más y detuve los ojos a unos pocos centímetros de la ahora intrigante mano: vi que no había nada en ella, pero de pronto se me hizo completamente evidente que sostenía algo. Para decirlo mejor, comprobé que aquello que sostenía era invisible… apenas todavía por el momento.
La idea de esto último la tuve porque recordé –lo que solía hacer con frecuencia últimamente– el texto del poeta Samuel Taylor Coleridge sobre el soñador que despierta con una flor en la mano. El texto, que entre nosotros se hizo famoso porque Borges lo cita en un ensayo de 1952, es una nota fragmentaria que Coleridge escribió en un cuaderno y que se publicó en forma póstuma en el libro Anima Poetæ, editado en Londres en 1895. Es pertinente citarlo completo: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”.
Tuve enseguida la convicción de que sería sólo cuestión de tiempo –de minutos, de una hora quizá– para que aquel objeto –¿aquella prueba?– hiciera el tránsito de la incorporeidad a la corporeidad en la mano de Marian. Luego afiné mi convicción: la materialización se produciría sin duda cuando ella despertara.
Pero entonces me di cuenta de que su respiración era rítmica y tranquila; que su cuerpo seguía sumido en el reposo absoluto; que sus párpados, inmóviles, cubrían sus ojos como dos pequeñas rocas duras, macizas. Su vuelta a la vigilia, concluí, sería como un viaje largo y demorado.
Así que traje una butaca de la sala y me arrellané a un lado de la cama, dispuesto a esperar cuanto fuese necesario que se produjera el prodigio de la flor de Coleridge, que esta vez sin duda no sería una flor, sino una fruta o un guijarro.
Me concentré con fijeza en su mano. Su disposición no sufrió la menor variación. El hueco redondo que formaba, o que albergaba, mantenía intactas su forma y sus dimensiones. No sé cuánto tiempo pasó, pero no fue poco. En un momento dado, empezó a ganarme el sueño, a lo cual contribuyó (eso lo recapacito ahora) una como luz tenue que brotaba del hueco de la mano de Marian y que debió de ejercer sobre mí un efecto hipnótico.
Al despertar, vi una pequeña esfera brillante, de apariencia metálica, sobre la cama. Marian no estaba. Me incorporé con presteza y la llamé en voz alta; no contestó. Salí del cuarto de inmediato y la busqué por toda la casa: nada. Había desaparecido. “Sería muy extraño que haya salido a esta hora, y sobre todo sin decirme nada”, pensé.
Regresé al cuarto y encontré que la esfera había triplicado su tamaño. En ese momento supe con certeza que aquel sería para mí –para mi vida– un día largo, singular, transido de terribles angustias y acaso definitivo.