Por una razón que no es del caso explicar aquí, a la edad de trece años me hallé de pronto encerrado durante muchas tardes interminables en una habitación dotada con una pequeña biblioteca. Al principio, di vueltas y vueltas y lloré, desesperado, en la soledad de aquella celda, que tenía además una cama y un clóset, y que estaba situada en el segundo piso de la casa de una tía paterna que entonces vivía allí solo con su esposo. Pero un día sucedió lo que tenía que suceder: hastiado de dar vueltas y de llorar y de hacer muchísimos dibujos de evasión a lo largo de todo el primer mes, en un instante que bien recuerdo, volví de pronto los ojos hacia aquella apretujada colección de libros.
Allí podía estar la solución a mi tedio y a mi angustia. Ése podía ser el túnel a través del cual podría fugarme de mi encierro. No me equivoqué. Cogí tímidamente un libro. Eran los cuentos de Hans Christian Andersen. Cuando ya el traje inexistente del emperador y el patito feo que resultó ser un bello cisne y el ruiseñor que con su canto salvaba de la muerte a un monarca eran imágenes que volaban solas por mi imaginación –que, a su turno, volaba con ellas–, no paré de leer, ni de día ni de noche. ¡Adiós a las lágrimas y a toda sensación de exilio y de ahogo!
Lo importante es que no he parado de leer hasta el sol de hoy, aunque con los años la intensidad habría de variar de una época a otra.
Cuando conocí el mundo y sus variados placeres –lo que ocurrió cuando ingresé a la universidad–, disminuyó el feroz tren de lectura que llevaba hasta entonces. Luego vinieron períodos en que la vida gregaria y disipada con los amigos y las amigas, sumada a la llamada vida cultural y a la afición por el cine, me absorbieron casi por completo, de modo que las horas de lectura eran esporádicas, fragmentarias. Hubo otras etapas en que, sin dejar de dedicarle tiempo a la mundanidad, volví a la soledad de mi cuarto y, con ello, a la lectura más continua o concentrada. Finalmente, de un decenio a esta parte, el retorno a los libros ha sido casi total. Pero no estoy satisfecho.
Así que, a fines del año pasado, tomé la decisión de quemar las naves. Fue mi propósito de año nuevo, y ésa es la razón por la que estimé oportuno ocuparme de este tema personal en esta columna. El propósito es consagrarme por entero a la lectura y al estudio, que no son la misma cosa. Y, para aprovechar al máximo el tiempo, decidí que sometería esas actividades a un horario riguroso.
Comprendí que la ejecución exitosa de esa decisión implicaba ordenar mi biblioteca, no sólo la de papel, sino también la digital. La razón: necesito saber de qué obras dispongo sobre cada materia y en qué géneros, y cómo acceder a ellas con rápida precisión. En eso ando por estos días.
Organizar una biblioteca es una experiencia que equivale, por las sorpresas, emociones y recuerdos que suscita, a la de desempacarla tras una mudanza, tal como Walter Benjamin retrata esta última en su hermoso ensayo “Desembalando mi biblioteca” (1931). En él, por cierto, Benjamin reflexiona sobre el asunto que representa para mí el problema por resolver: el desorden de una colección de libros, revistas y periódicos. Dice al respecto: “Pues una colección, ¿qué es sino un desorden tan familiar que adquiere así la apariencia de orden?”. En mi caso concreto de ahora, ese orden aparente no me resulta práctico para mi nuevo propósito, por lo que mi tarea actual se acoge más bien a un aserto que el filósofo alemán formula más adelante, y según el cual “el remedio al desorden de una biblioteca es el rigor de su catálogo”.
En 2020, o a partir de 2020, pues, me retiro a la paz de mi biblioteca. Un día de finales del siglo XIX o de comienzos del XX, Logan Pearsall Smith viajaba deprimido en el metro, pensando que el mundo, fuera de las habituales alegrías ya trilladas, no tenía nada más que ofrecerle. Entonces pensó en la lectura, “en la agradable y sutil felicidad de la lectura”. Y se dio cuenta de que “esa alegría nunca atenuada por la edad, ese vicio civilizado e impune, esa embriaguez egoísta, serena y de por vida” era suficiente. Para mí –ya lo tengo bien claro– también lo es y lo será.