Espontáneamente, sin propósito premeditado de nuestra parte, las cosas que hacemos tienden a veces a disponerse de un modo coherente. En la pasada entrega de esta columna (“Ordenando mi biblioteca”), hablé del amor por los libros, de la fervorosa lealtad que nos liga a ellos de por vida, de la pasión por coleccionarlos y, como consecuencia de ello, de la formación y desarrollo de bibliotecas privadas. Uno o dos días después de publicarla, me di a la lectura de un pequeño volumen que tenía entre mis asuntos pendientes del año pasado, y he aquí que en sus páginas volví a encontrarme con el tema de la bibliofilia.
Me refiero a Una soledad demasiado ruidosa, la novela corta del escritor checo Bohumil Hrabal (1914-1997), editada por primera vez en Praga en 1976 bajo ese sistema rudimentario y clandestino que era propio de la Unión Soviética y de los países europeos situados al este de la Cortina de Hierro: el “samizdat”. El relato, en efecto, trata sobre un hombre mayor que, en cierto sentido, se cree el último bibliófilo que hay, lo cual es curioso porque en esa pasada columna citaba el ensayo “Desempacando mi biblioteca”, de Walter Benjamin, en el que éste sostiene que el auténtico coleccionista de libros es ya (y lo dice en 1931) no sólo un tipo humano que lleva una vida desacreditada, sino que está en vías de extinción.
El protagonista de Una soledad demasiado ruidosa es un obrero que lleva 35 años trabajando en la misma empresa como prensador de papel usado y de libros de viejo o que nunca han circulado (en este último caso, debido a la censura), y es esa labor la que le ha permitido convertirse en un lector voraz y en un insaciable coleccionista de libros, de modo que su apartamento “está lleno a reventar de libros y más libros”, y los tiene hasta en la cocina y en el cuarto de baño. Para adquirir esa desmesurada biblioteca, Hanta (que tal es su nombre, adaptado a la grafía del español, pues la original checa es “Haňťa”) recurre a un procedimiento similar a uno considerado apropiado por Benjamin en el ensayo citado: “Pedir un libro en préstamo sin que éste tenga su correspondiente devolución”. De entre la gran masa de material que recibe en su trabajo, Hanta selecciona día a día uno o varios libros que le resultan preciosos y, salvándolos de la fuerza destructiva de su vieja prensa, se los lleva a casa en su cartera, tan indiferente a la ilicitud del acto como el prestatario del que habla el filósofo alemán.
La novela de Hrabal presenta una solución estética seductora: sin apenas trama, narrada en primera persona en un discurso muy próximo al monólogo interior, se caracteriza, por un lado, por el uso de la repetición como recurso poético (hay frases que funcionan a lo largo del relato a modo de estribillos y el último capítulo es poco menos que un mosaico compuesto por una multiplicidad de enunciados formulados en los capítulos precedentes); y por otro lado, por la combinación de episodios objetivos con aparaciones visionarias, fantasías y alucinaciones e imágenes surrealistas.
Hanta, nuestro bibliófilo solitario y marginal, termina siendo desterrado de su paraíso por la llegada de un nuevo orden de las cosas, representado en las brigadas de trabajo socialista, que conllevan el uso de una tecnología más avanzada y el aumento de la productividad. Despedido de su trabajo, que es concebido por él con un sentido artístico y como fuente de belleza y conocimiento, es remplazado por un grupo de jóvenes prensadores incultos, filisteos, espiritualmente asépticos, interesados sólo en el mero rendimiento laboral. Es entonces cuando Hanta siente que es el último espécimen de un mundo a punto de desaparecer: el de los lectores para quienes los libros son objetos amados.
Es significativo que el jefe de la empresa le asigne un nuevo puesto en el cual sólo va a envolver papel blanco, “papel inmaculado, inhumanamente limpio y blanco”. Este hecho nos permite ver que no sólo el escritor, sino también el lector, aun en mayor grado, puede verse abocado al peor de los terrores: el terror de la página en blanco.
@JoacoMattosOmar