Un hasta hoy anónimo vecino de la vasta ciudad china de Wuhan se convirtió, en un día tampoco aún establecido con exactitud, pero situado probablemente entre el 17 de noviembre y el 8 de diciembre del año pasado, en el paciente cero de la actual pandemia de la covid-19. Casi cinco meses después, mientras escribo esta nota, los pacientes confirmados, entre muertos, enfermos y recuperados, alcanzan ya la cifra de 1.961.965 y se hallan repartidos por todo el planeta.

¡Una cosmópolis de lastimados fundada por un solo hombre y sin ningún otro habitante más que él mismo durante las primeras horas, y que en el breve lapso de menos de medio año ha experimentado tal explosión demográfica que ya suma aproximadamente el mismo número de residentes de una ciudad como Barcelona!

De modo que vale la pena detallar su ritmo de crecimiento, dando a conocer el aumento que han registrado las cifras de su población semana a semana, no sin antes hacer tres precisiones: 1) las cifras corresponden sólo a los casos oficialmente confirmados; 2) el registro semanal sólo parte del 22 de enero, que es la fecha inicial de las estadísticas del tablero de control de la Universidad Johns Hopkins; 3) los datos sobre el número de contagiados durante el primer brote de la covid-19 en Wuhan son desiguales e inciertos: según algunas fuentes, para el 2 de enero había 41 casos detectados en dicha ciudad ; según otras, para la misma fecha ya había allí 425 casos confirmados.

Veamos, pues, el incremento de la pandemia mundial semana a semana. Miércoles 22 de enero: 555 casos; miércoles 29 de enero: 6.200 casos; miércoles 5 de febrero: 27.600 casos; miércoles 12 de febrero: 45.200 casos; miércoles 19 de febrero: 75.600 casos; miércoles 26 de febrero: 81.300 casos; miércoles 4 de marzo: 95.100 casos; miércoles 11 de marzo: 125.700 casos; miércoles 18 de marzo: 215.900 casos; miércoles 25 de marzo: 467.700 casos; miércoles 1 de abril: 932.600 casos; miércoles 8 de abril: 1.500.000 casos; martes 14 de abril: 1.961.965 casos.

Nada recuerda mejor esta dinámica de incremento como la figura musical denominada “crescendo”. Y, entre las composiciones musicales, no conozco en particular –y seguramente resultará una obviedad– ninguna cuyo manejo del crescendo la haga tan dramáticamente evocadora del tempo de esta catástrofe como el poema coreográfico y concierto para orquesta Bolero, de Maurice Ravel.

La pandemia de la covid-19 constituye, en efecto, “un largo e ininterrumpido crescendo”, como el propio compositor francés definió para sí mismo su célebre obra antes del 22 de noviembre de 1928, fecha de su primera ejecución en la Ópera Garnier de París. Si el Bolero avanza repitiendo una y otra vez hasta el final, alternativamente, dos motivos melódicos, la pandemia lo hace repitiendo también “ostinatamente” un mismo tema que consta de cuatro partes: contagio, enfermedad, recuperación, muerte. Como diría un crítico especializado, el único elemento de diversidad en las dos “obras” radica en el crescendo orquestal.

Como el Bolero, la tragedia masiva causada por la laboriosa, terca e invisible tarea letal del nuevo coronavirus partió de un matiz pianissimo y ha ido en general ascendiendo en su dinámica a piano a mezzopiano a mezzoforte a forte a fortissimo, con alguno que otro “sforzando” en su graduación.

Por ello no es casual, pero sí estéticamente meritorio, que algunas de las mejores obras literarias que narran el brote y desarrollo de grandes epidemias produzcan, a medida que se avanza en su lectura, la impresión sobrecogedora de un crescendo. Tal es sobre todo el caso de dos a las que me he referido ya varias veces en esta columna: La peste, de Camus, y Ensayo sobre la ceguera, de Saramago.

Hay también otras piezas narrativas que no tratan exactamente de pestes, pero sí de situaciones calamitosas cuya magnitud va igualmente en aumento paulatino como un crescendo. En particular, recuerdo ahora unas que, con igualdad de méritos, son todas magníficas y cuya lectura recomiendo para estos días; se trata de cuatro cuentos en lengua española, que citaré “por orden de aparición”: “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, de García Márquez (1955); “Las ménades” y “La autopista del sur”, de Julio Cortázar (1956 y 1966, respectivamente); y “La tierra que nos rodea”, de Pedro Badrán Padauí (1985).

Encerrado en mi apartamento, rodeado de un silencio denso antes impensable en el sector de Barranquilla donde vivo, observando en la luz tal matiz de soledad y tristeza que me da la impresión de que hasta el sol ha sido confinado en la cuarentena, me entero cada día de la expansión progresiva de la pandemia, y recibo las noticias a veces en el mismo estado de inercia con que recibe Isabel las de los estragos que hace en Macondo el aguacero interminable que la recluye a ella y a su familia en un confinamiento sin tiempo; o bien como los personajes de Badrán replegados en la habitación más recóndita de su casa, sin apenas víveres, sin corriente eléctrica, defendiéndose de una tormenta de arena cuyos granos (digámoslo así) son casi tan pequeños como un virus; o bien como el narrador de “Las ménades”, que observa con estupor cómo, en la sala principal del teatro Corona, el público, presa del contagio creciente justamente de un concierto sinfónico que remata con la potente Quinta de Beethoven, acaba desbordándose en el “infierno del entusiasmo” y provoca un desastre colectivo que al parecer llega incluso a la antropofagia.

A todas estas, una suerte de cámara acústica secreta situada muy adentro de mi espíritu se sacude con los trombones y trompetas que resuenan hacia el final del Bolero, en medio de una marea melódica que sube por la paredes desnudas hasta formar un clímax de pavor.

@JoacoMattosOmar