Hay insensatos que aún persisten en la alocada idea de que los avances tecnológicos son herramientas de Lucifer que anulan las virtudes de los tiempos pasados. Se trata de un fundamentalismo ingenuo y peligroso –como todos–, de una muestra de nuestro temor atávico a lo nuevo, de una manera infeliz del conservadurismo.

La invención de los teléfonos inteligentes ha supuesto una de las más importantes revoluciones de la historia humana; este pequeño artefacto portátil nos conecta, como nunca antes, con el mundo, recorta las distancias, visibiliza las barbaries, le pone nombre y apellido a esa amalgama informe a la que solemos llamar opinión pública. Por supuesto, por ahí también se difunden mentiras, se amenazan a inocentes, se cocinan conspiraciones, sin que ello justifique la absurda condena de quienes preferirían vivir enviando telegramas, transportándose en carretas y alumbrando sus noches con las veladoras de la nostalgia.

Sin embargo, es preciso reconocer la más importante de las consecuencias negativas derivadas de la masificación de este artilugio maravilloso: el contacto real entre personas se ha sustituido por la comodidad de lo virtual. La interacción humana es compleja y, en ocasiones, dolorosa y difícil; las redes sociales, que manejamos desde nuestro teléfono, nos permiten, no solo suprimir los defectos del otro, sino camuflar los propios, en lo que parecen ser ficciones de la amistad y del amor. La capacidad que nos brinda este nuevo escenario de la comunicación global para conducir nuestro contacto con los demás por el camino que nos convenga, es uno de los factores de nuestra adicción a los celulares y a las redes sociales, en las que ya no es preciso ninguna percepción sensorial.

A esa conclusión conducen los resultados de una encuesta reciente, realizada por la compañía Motorola, en la cual el 48% de los colombianos afirmó que prefiere renunciar a tener sexo durante un mes, antes que a su teléfono celular. Luego de la sorpresa inicial, no es descabellado explicar esta tendencia, si tenemos en cuenta que el aparato que cargamos en el bolsillo también nos permite saciar nuestros íntimos apetitos, aunque sea por escrito, usando videollamadas o comprando tiempo para socializar con una despampanante chica que hará lo que le pidamos.

Tal parece que las nuevas generaciones ya no necesitan del beso, de la caricia, de los olores, de los fluidos, de los temblores, de la indefensión y de la plenitud implicados en el amor erotizado; así como Google o Wikipedia colman sus necesidades de información, la omnipotente pantalla les ofrece la efímera sensación del placer, para la cual ya no es útil el anticuado acto de mirarse a los ojos.

Lo preocupante no es que se usen los medios tecnológicos para ensanchar las posibilidades sexuales –cualquier recurso es enriquecedor y deseable–; lo que resulta alarmante, al menos para quienes aún creemos en que el contacto sexual es la más perfecta manera de comunicación, es la idea de que la virtualidad es capaz de reemplazar, e incluso de mejorar, la experiencia vivida en carne y hueso, y de que las personas que no apartan la mirada de su Motorola ya no quieren que nadie las toque.

@desdeelfrio