La masacre de cinco indígenas en Tacueyó, Cauca, es un doloroso ejemplo de cómo se puede concretar uno de los principales temores de las comunidades de la zona –y de muchas tras regiones del país– han manifestado en todos los tonos desde que se firmó el Acuerdo de Paz: que la ausencia de la guerrilla no se reemplazará por la presencia del Estado.

Este vacío es aprovechado por grupos a los que, con un eufemismo un tanto cínico, el Gobierno llama como “disidencias”, cuando es obvio que se trata de bandas de narcotraficantes interesadas en el control territorial de este importante corredor de cultivo, procesamiento y transporte de coca, pasta de coca y cocaína.

Pero ese control, que se supondría fácil, teniendo en cuenta el poder de intimidación de una organización armada hasta los dientes, se ha encontrado con una comunidad que se niega a la esclavitud del miedo y de la muerte. Las comunidades indígenas del Cauca se resisten, con una valentía y una determinación que algunos citadinos califican de suicidas, a las constantes presiones de los hampones que quieren apoderarse de su tierra, de su vida y de su destino. Y eso les está costando la vida.

Por su parte, ante la grave situación que no empezó ayer, y que como siempre solo se hace visible cuando hay más de dos muertos, en la Casa de Nariño a veces miran para otro lado, a veces le echan la culpa al gobierno anterior, y a veces deciden militarizar la zona donde ocurrieron los hechos. Para nadie es un secreto que dar tumbos es el estilo que define al presidente y su inútil séquito de funcionarios.

Pero, como dicen las víctimas de este y todos lo territorios afectados por la reinauguración de la violencia, los fusiles no pueden ser la solución, por la elemental razón de que el Estado no es solo fusiles.

Lo que debe hacerse es lo que se debió hacer desde el día uno: cumplir con los acuerdos en materia de desarrollo rural, sustitución de cultivos, tierras, infraestructura vial. En pocas palabras, que el Estado llegue y se quede, pero no solo con uniformados listos para disparar.

De disparos ya saben mucho los pueblos rurales del Cauca. De eso se ha tratado su vida desde hace más de medio siglo. Y ya no quieren que se repita el horror de la sangre que mancha una tierra que para ellos es sagrada, y para los mercachifles asesinos que pescan en el río revuelto de la prohibición de las drogas es una mina de oro.

El origen de todos nuestros conflictos contiene los mismos elementos, que son los que el Estado se comprometió a subsanar cuando firmó el Acuerdo de Paz; ahora que no se está cumpliendo la palabra, el ciclo parece comenzar de nuevo, en una muestra infame de que, por más que acordemos, firmemos, prometamos, marchemos, opinemos o soñemos, no queremos ser capaces de dejar atrás a la violencia.

Que no se atrevan quienes desde sus escritorios de Bogotá se han encargado de entorpecer la implementación del Acuerdo de Paz, a cometer la imperdonable pantomima del lamento o la lágrima cada vez que hay un colombiano muerto en una vereda que ha esperado en vano que le cumplan con la paz que le prometieron.

@desdefrio