Cuando el presidente que no sabe de qué le hablan –“¿De qué me hablas, viejo?”, responde atolondrado a los periodistas– anunció el nombramiento de Guillermo Botero como su ministro de Defensa escribí en esta columna acerca de la inconveniencia de esa designación, no solo porque el hasta entonces presidente de Fenalco era un tipo sectario y dogmático, sino porque carecía de la experiencia necesaria para asumir la enorme responsabilidad que implica esa cartera en un país como este. (Ver columna).
“La decisión de nombrar a una persona con esta hoja de vida para un cargo del que depende la seguridad nacional de un país como Colombia, es extraña, inconveniente y sospechosa”, fueron mis palabras de hace 16 meses, las cuales, debo confesarlo, surgieron más de la preocupación sobre una eventual ineptitud del funcionario -preocupación que resultó fundada- que de la sospecha de que iba a ejercer sus tareas con la indolencia que solo son capaces los hombres malvados.
Mis temores acerca del ministro fueron superados grandemente por la realidad de su funesta administración, toda ella llena de torpezas, inconsistencias, engaños y malevolencias tan inocultables que estuvo a punto de ser el primer miembro de un gabinete en ser echado por el Congreso en un país donde el poder legislativo no sirve de mucho y el ejecutivo suele hace lo que viene en gana. Estuvo a punto, digo, porque al final terminó renunciando antes de enfrentarse a una oprobiosa destitución.
Al margen de las razones por las que terminó renunciando el ministro, que van desde el resurgimiento de los falsos positivos hasta la incapacidad para contener la renovada violencia en el Cauca, en Nariño, en Catatumbo, pasando por el desconocimiento público y sistemático del exterminio de líderes sociales y defensores de derechos humanos y el bombardeo de un campamento de delincuentes repleto de menores, el momento nos sugiere una reflexión acerca de la naturaleza de la política de seguridad de este gobierno.
Porque, ante los ojos de un país que todavía no sabe si sentirse orgulloso o devastado por haber firmado la paz con el grupo guerrillero más viejo del mundo, han regresado las fuerzas militares de la guerra, de la represión, de la saña, de la venganza.
Muy temprano quedaron atrás las pretensiones de un ejército y una policía reducidos en hombres y presupuesto, gracias al fin del conflicto con las guerrillas, dedicados a hacer presencia en las zonas que antes ocupaban sus enemigos, pero no cazando a los excombatientes, ni haciéndose los de la vista gorda cuando se anunciaban asesinatos de civiles inermes, ni bombardeando campamentos de niños, sino ayudando, con los gestos de la paz, a que la gente a recuperar la confianza en su Estado.
Ahora vemos cómo los oficiales que podían liderar la participación de las fuerzas armadas en el difícil proceso de la reconciliación han sido condenados al ostracismo, retirados del servicio activo o trasladados a puestos de poca relevancia. Quedan lo otros, los subalternos del exministro Botero -y del que venga- los que quieren combatir, disparar, dar de baja al que sea con tal de que se justifiquen los privilegios y el gigantesco presupuesto que en un país en paz jamás podrían usufructuar.
Se fue el ministro comerciante, pero vendrá otro a dejarse manejar por quienes quieren que la guerra y sus muertos no se termine nunca.