No hay duda de la importancia que ha tenido para Bolivia el paso de Evo Morales por la presidencia de un país históricamente afectado por la pobreza, la desigualdad y el atraso.
El solo hecho de que Morales se convirtiera en el primer mandatario indígena en un país en el cual el 62% de la población pertenece principalmente a las etnias Quechua y Aymara es ya en sí mismo un reflejo de la enorme carga simbólica de este logro.
En contra de las predicciones de las élites blancas bolivianas y de los sectores políticos de la región que suponían una gestión desastrosa de Morales, sus logros son inocultables.
En 13 años de gobierno, la pobreza se redujo a la mitad, el ingreso se triplicó, subió la esperanza de vida gracias a la inversión en servicios de salud, el país creció un sorprendente 5% anual, el sector privado también creció por cuenta del aumento en el número de empresarios y consumidores indígenas. Estos indicadores son algunos de los ejemplos de una administración juiciosa, eficiente y enfocada en resolver los urgentes asuntos que involucran a los sectores tradicionalmente excluidos, en buena parte haciendo uso de la tantas veces prometida y casi nunca cumplida promesa de subir los impuestos a las empresas que por décadas se enriquecieron extrayendo gas y petróleo sin que el pueblo viera un solo dólar de esas riquezas.
Sin embargo, no todo fue color de rosa. A medida que pasaban los años, el presidente indígena se iba quedando atornillado en el poder, un mal síntoma aun cuando esa permanencia se originara en elecciones legítimas. Esta tendencia, repetida por los gobiernos socialistas de la región, termina erosionando la legitimidad de los líderes en el poder y poniendo en entredicho a las instituciones democráticas.
Es improbable que Evo Morales hubiera alcanzado tan buenos resultados en uno o dos períodos presidenciales. Esa es la paradoja a la que se enfrentan los liderazgos que se atreven a desafiar al statu quo obligándose en el proceso a poner en riesgo los principios fundamentales del sistema democrático que dicen defender. Y entonces sobrevienen las sospechas, los reclamos, las voces que exigen garantías para que existan contrapesos políticos y oportunidades para que todos los sectores tengan la posibilidad de acceder a los cargos de elección popular.
Esta aparente necesidad de que una sola persona se encargue de dirigir las reformas que necesita un país pobre -lo cual, como sabemos, puede ser una tarea de décadas- habla muy mal de la izquierda latinoamericana, de su incapacidad para consolidar movimientos políticos robustos y liderazgos colectivos basados en ideas y no en personalidades individuales.
La “sugerencia” del comandante del Ejército boliviano al presidente en ejercicio para que abandonase el poder fue el acto final de un golpe de estado fraguado, en buena parte, en la desconfianza que suscita la posibilidad de que Morales permaneciera indefinidamente en el cargo, un lunar que puede causar que su legado se dilapide en manos de una oposición que regresa al Palacio Quemado dispuesta a destruirlo todo con una Biblia en la mano.
@desdeelfrio