Cambiar, esa es la medida de las campañas electorales, de las elecciones y también de las protestas. Los candidatos prometen cambios, los votantes sufragan para que haya cambios, los protestantes piden cambios o los exigen.

Siempre hay algo que anda mal y que debe modificarse. Y en el caso de Colombia son tantas las cosas que deben cambiar que ningún esfuerzo ciudadano o de algún aislado aspirante de buena voluntad alcanza siquiera a acercarse a algo que se parezca a una transformación profunda y duradera.

Pero, no solo se trata de la cantidad de nuestras miserias, sino de su naturaleza, que es la nuestra, y también de los vicios que nuestra sociedad convierte en obstáculos para hacer realidad la pretensión de ser mejores.

Y aún hay más: como nuestras grandes ciudades no han sido devastadas por tanques de guerra, como las cifras económicas no dan muestras de catástrofe, como no mueren las personas en las calles de hambre o de frío, como no escasean los productos en los supermercados, como la violencia es poca en comparación con países inviables de África o el Medio Oriente, entonces creemos que el cambio que intuimos necesario puede esperar o que se puede hacer poco a poco, que tenemos tiempo, que no hay necesidad de patear el tablero y comenzar de cero.

La conclusión es que estamos mal, pero no tanto. O, a veces, que estamos, bien, pero no tanto. Y esa medianía en nuestro diagnóstico, en nuestro sentir colectivo, es el mayor de los estorbos a la hora de decidir sobre el cambio que sabemos necesario y que no nos atrevemos a propiciar.

Porque, aunque somos un pueblo ignorante, en el fondo sabemos cuáles serían las consecuencias de cambiar de verdad. Para resolver el problema de la desigualdad es necesario tocar el dinero concentrado en unos pocas manos, lo cual implica, por ejemplo, una fuga masiva de capitales que afectaría a su vez la estabilidad financiera del país; para resolver el problema de la tierra rural es preciso sacar del panorama a los pocos, pero poderosos terratenientes que la detentan, lo cual, ya lo hemos visto, generaría nuevas espirales de violencia; para resolver el problema de la corrupción se necesita encarcelar a la gran mayoría del país político, lo cual significa casi que refundar el país, una cosa impensable para los que lo han manejado desde siempre; para resolver el problema de la educación hace falta despedir a la mayoría de los maestros, construir colegios gratuitos con salones de 10 estudiantes que queden en el mismo barrio donde residen, y asumir una reforma de fondo que modifique por completo todo el sistema, unas decisiones que costarían billones y que, al priorizarlas, supondrían, entre otras cosas, detener por décadas las inversiones en defensa e infraestructura.

Así que el optimismo de quienes se postulan, de quienes votan y de quienes protestan es conmovedor, pero no realista. Las promesas de unos, las esperanzas de los otros y el enojo de los demás, también forman parte de esa mediocridad sustancial que nos define y que nos obliga a permanecer aferrados a lo poco que tenemos en lugar de arriesgarlo en la incierta lucha por ser otra cosa.

Cambiar, lo que se dice cambiar de verdad, no será una tarea de esta generación.

@desdeelfrio