He escrito aquí mismo que la principal de nuestras características nacionales es la violencia. Pero no como un cúmulo de consecuencias circunstanciales de una realidad social que nos desborda, sino como un componente profundo de nuestro talante.
En contra de los análisis sociológicos que tratan de explicar nuestros conflictos y sus atrocidades justificándolos en la desigualdad, la pobreza y la ausencia del Estado, es evidente que hay algo más que unos escenarios que conspiran en contra de nuestra pretendida virtud esencial.
En Colombia somos violentos por naturaleza. Para confirmarlo basta con hacer una revisión rápida de las noticias matutinas, en la cuales se desparrama el rojo sangre en cada letra, en cada imagen, en cada testimonio, o simplemente recordar algún episodio personal que en nuestra memoria ya se ha convertido -por cuenta de esa tendencia nuestra de naturalizar la barbarie- en una simple anécdota.
El 13 de enero de 2019, Manuel Rodríguez tuvo una discusión con su novia, Yuleivis Rojas, en un estanco de Valledupar. En medio de la pelea, la mujer decidió irse sola a su casa, sin contar con que su pareja la alcanzaría unos minutos después en la moto en la cual salieron juntos, un par de horas antes, a tomarse unos tragos.
Rodríguez, preso de la ira, obligó a su novia a subirse al vehículo, y pocas cuadras más allá la bajó del pelo y la golpeó hasta matarla. El cadáver de Yuleivis yació en el suelo mientras el alboroto de la cuadra se apoderaba de la noche.
Hechos como este se repiten todos los días en todas las regiones de Colombia mientras los analistas concentran sus esfuerzos teóricos hablando de las grandes causas de nuestros males: la falta de oportunidades, la inequidad, la gente pobre que asume su supervivencia en medio de la crueldad implicada en la ley de la calle.
No son falsas estas premisas, no es mentira que vivimos en un país flagelado por la injusticia y la indolencia, no es exagerado admitir que estas condiciones adversas de los más desamparados han sido el foco de nuestras guerras, de nuestras masacres, de nuestras corrupciones.
Pero, este ancho panorama del infortunio es un barril de pólvora que se convierte en la cuota inicial de la tragedia cuando ese carácter nuestro, pendenciero, vengativo, aniquilador, brutal, ejerce de fósforo encendido.
Sin nosotros y nuestra ferocidad sin límites a lo mejor los muertos de las noticias no hubiesen sido tantos. Sin esas ganas nuestras de matarnos no existirían los cadáveres que yacen en medio del alboroto de los testigos que convertirán en anécdota la conmoción de un crimen.
¿Servirá de algo que Manuel Rodríguez pase el resto de su vida en una cárcel? ¿Realmente servirá de algo?
@desdeelfrio