Viviana me hace el favor, todas las semanas, de leerme en voz alta el texto final de mi columna. Su generosidad al prestarme su voz cada jueves, en medio del ajetreo de las actividades laborales, ha permitido que esta dinámica –que en nuestros tiempos puede resultar extraña– me sea de gran ayuda.

En primer lugar, está lo obvio: la lectura en voz alta contribuye a detectar errores tipográficos, a detectar fallas gramaticales y sintácticas, a estar un poco más consciente del ritmo, del tono, de la eficacia.

Luego están las confirmaciones o los arrepentimientos. No pocas veces, al escuchar como un espectador lo que se ha escrito, uno se da cuenta de que no está claro el planteamiento, o de que eso no era exactamente lo que se quería decir, o, incluso, de que todo el asunto es un verdadero desastre y es preciso comenzar de nuevo.

También están las evocaciones. Pienso en mi abuelo enfermo, pidiéndome que le leyera los periódicos. Pienso en Borges, ya ciego, escuchando sus propios versos en la voz de alguien confiable y benévolo.

Pienso en las literaturas antiguas que eran escritas para ser cantadas. Pienso en las magistrales lecturas de la Divina Comedia, hechas por Roberto Benigni ante multitudes alucinadas.

Conocemos bien la costumbre de leerles cuentos a los niños antes de dormir. Lejos de ser una actividad sustituta de los somníferos, este ejercicio supone un intercambio poderoso con las palabras, con la lengua materna y con sus sonidos, sensuales a veces, terribles a veces, mágicos o aburridos o vulgares, además de la intimidad que se genera entre quien lee y quien escucha. No sería lo mismo entregarle al niño que está próximo a dormir un libro para que se defienda como pueda contra el insomnio.

El lenguaje adquiere un poder distinto cuando se dice, cuando se pronuncia, cuando se convierte en sonido. A veces no basta con la confianza que le tenemos al silencio. Cada cosa que escribamos, no importa si es un discurso, un artículo, un poema, una carta de amor, debería ser pensada para que alguien, en algún momento, la convierta en el testimonio efímero, pero hermoso, de la oralidad.

Así que las lecturas semanales de Viviana me ayudan a hacer un poco mejor mi trabajo, me hacen recordar episodios queridos o admirados, me confirman la belleza de esta lengua misteriosa en la que pensamos y nos decimos cosas unos a otros.

Y también, ella lo sabe, su voz antes de la implacable imprenta me obliga a que algún día, cuando la voluntad y el tiempo sean amigos, abuse de su amistad y la comprometa, a punta de ruegos y de postres sin azúcar, a leerme de arriba abajo cada una de las letras del libro que me debo hace tanto.

@desdeelfrio