En el balance sobre lo cumplido del Acuerdo Final a los cinco años de su firma, no puede pasarse por alto el compromiso que se incorporó en el capítulo de reforma rural integral, para saldar la deuda histórica con los trabajadores del campo en materia de formalización laboral.
La población rural ocupada en centros poblados y rurales dispersos supera los 4 millones de personas. 9 de cada 10 trabajadores del campo está en la informalidad, lo que significa que no tienen prestaciones sociales como primas y cesantías, y que carecen de protección social.
Los trabajadores rurales no acceden a pensión, no están amparados si sufren invalidez, ni están cubiertos frente a riesgos laborales; tampoco cuentan con subsidio familiar, ni con servicios sociales o prestaciones por desempleo.
En síntesis, el derecho laboral y la seguridad social no aplican para quienes laboran en el sector rural y tienen a su cargo la seguridad alimentaria de la sociedad, tarea que compromete el interés público, como se demostró con la respuesta heroica del campo ante la pandemia.
Esta desprotección no es reciente y hunde sus raíces en el esquema de explotación colonial, en paralelo con el uso y apropiación de la tierra bajo lógicas feudales, causantes de una brecha de exclusión, que por demás ha determinado la pauperización de los campesinos en las ciudades.
En el acuerdo de desarrollo agrario integral que sustentó el cese del conflicto armado, se acordó formalizar el trabajo en el campo y mejorar la protección social rural. El segundo pilar de la intervención en esta materia se concibió a partir de la adopción de planes nacionales en lo rural, para mejorar la calidad de vida de quienes habitan en el campo, a través de asistencia técnica, crédito, mercadeo, formalización laboral y protección social.
Sin embargo, ni las obligaciones constitucionales frente al trabajo decente, ni los acuerdos para poner fin al conflicto, han movido las voluntades política, social y económica del país para hacer efectivos los derechos de esta población, a la cual se le ha dado la espalda.
Es apremiante estructurar un esquema de acceso a la protección social de los campesinos, que de manera progresiva y reconociendo las diferencias con otros sectores ocupacionales, haga efectivos sus derechos.
Un régimen propio con subsidios estatales a la cotización para pensiones, diferencial frente a mujeres campesinas, complementado con prestaciones de subsidio familiar y servicios sociales adecuados a las necesidades y expectativas en lo rural, constituyen alternativas para hacer justicia en el trabajo del campo.
Programas específicos que las cajas de compensación familiar apliquen a este sector, así como la renovación de la caja campesina o la conformación de una caja verde para los sectores dispersos deben considerarse, tanto como extender masivamente la cobertura del piso de protección social para los trabajadores rurales a tiempo parcial, como puerta de entrada a la formalización.
De otra parte, se requieren fórmulas alternativas que apliquen el enfoque diferencial rural para la provisión de bienes y servicios, en ámbitos como la vivienda, la aplicación de seguros para amparar riesgos de la actividad agropecuaria, la formación para el trabajo, el impulso a las organizaciones asociativas con capital estatal y la implementación del servicio público de empleo campesino.
En el estatuto del trabajo habrán de considerarse alternativas en materia de salario mínimo rural, así como frente al reconocimiento de las prestaciones sociales para los trabajadores del campo, tanto como el diseño de líneas de apoyo para sus empleadores.
El trabajo decente, como expresión de justicia social, es condición esencial para la paz social. Realizarlo en el campo, es un imperativo ético, jurídico y político que no da más espera.
* Director Regional de la OISS para Colombia y el Área Andina sobre el traslado pensiónal.