Lo vemos, lo denunciamos, muchísimas lo viven en silencio, pero sigue ahí, en medio de la complicidad de la injusticia; los valores y el respeto que tanto pedimos para la mujer se dilapidan con cada caso de violencia intrafamiliar y de género. La violencia es una fuerza maligna que busca reivindicar el inmerecido poder de quien la ejerce sobre el cuerpo y la mente de una mujer, que quiere destruirla desde lo más profundo para dejar en ella tanto dolor que imposibilite sus oportunidades, sus iniciativas más humanas de supervivencia y su consideración como sujeto de derechos, de dignidad. No importa el nombre, el matiz o la idea con que quieran disfrazar esta violencia, esta es, sin eufemismos, una actividad criminal que tiene como blanco a la mujer, y que constituye un asunto del máximo interés público.

El problema tiene muchas aristas que empiezan con una sociedad solidaria con el agresor y opresora de la víctima, hasta un sistema de justicia que desampara a quienes acuden a él para buscar protección. Tal vez, podríamos resolver el primero si la justicia diera cuenta de una real coherencia entre sus fines y sus resultados, esto es, la muestra de una protección real y efectiva a los derechos y garantías de la mujer, que permita entender a los ciudadanos que violentar a una mujer es un crimen que merece todo el castigo y todo el reproche, sin excepción de ninguna índole. Pero en Colombia aún estamos lejos de este escenario, como lo sostienen las cifras indicadas por la vicefiscal general 10 de cada 100 mujeres que denuncian violencia intrafamiliar son víctimas de feminicidio, lo que da cuenta de una triste y penosa justicia, que se raja absolutamente a la hora de garantizar la seguridad e integridad de mujeres que acuden a ella.

El caso de Marcela González es la muestra de un patrón común en los operadores de justicia, una joven que acude con examen pericial en mano a interponer una denuncia de violencia intrafamiliar, y que luego, por la inoperancia de la justicia, queda nuevamente a merced de su agresor, al momento en que Gustavo Rugeles es dejado en libertad. Todos los argumentos que han expuesto a favor de Rugeles carecen de toda validez, partiendo de aquel que supone una persecución por sus ideas políticas, hasta aquellos que pretenden hacernos creer que la violencia intrafamiliar debe correr la suerte del infortunado dicho de que “los trapitos sucios se lavan en la casa”. Sin embargo, lo más lamentable es que Marcela –como muchas mujeres colombianas– está ahora, por cuenta de la justicia, expuesta ante la violencia que denunció.

@tatidangond