Morir dignamente significa a mi entender poder irse cuando se siente que ya está de más, o cuando la enfermedad lo aniquila y sabe que no hay vuelta atrás – aunque quede una supervivencia muy dura a punta de paliativos, jodido y jodiendo a los familiares—, o cuando ya ni uno mismo está confortable dentro de sí, por las razones que sean. Creo que es un derecho inalienable que no tiene por qué ser discutido y reglamentado por los congresistas, ¡válgame Dios!, personas del común elevadas a la altura de filósofos y científicos en honor de unos votos muy seguramente comprados, en su mayoría, lo que los inhabilita para toda discusión ética.
La vida nos pertenece a cada uno de nosotros, somos los que la sentimos, cargamos, gozamos o sufrimos, es algo real e independiente de cada cual, aunque lo matizamos con nuestras creencias religiosas, familiares y culturales, lo cual también es un derecho puesto que responde a una decisión voluntaria de cada quien con cuál norma auto rige el hecho mismo de subsistir.
Lo que sí encuentro estrafalario, desfasado y muy injusto es que, como decía al comienzo, sean los congresistas los designados por la ley para determinar cuándo y cómo es válido que alguien termine con su vida y más absurdo me parece que la Corte Constitucional también tercie a favor de que sean esos funcionarios públicos y los del Ministerio de la Salud quienes están capacitados para tomar semejante decisión, única y distinta para cada uno de los mortales. Escribo esto porque la Constitucional negó ese derecho solicitado por una hija para su madre de 94 años con un cuadro clínico de horror: enfermedad arterial oclusiva severa, Alzheimer, esquizofrenia, hipertensión arterial y trastorno de ansiedad. La señora no está en capacidad de intervenir.
He vivido la experiencia de acompañar a morir por eutanasia a varias personas tan cercanas a mi corazón que aún hoy las siento a mi lado y, a veces, las oigo hablar por mi boca, tal es la perfecta empatía que nos une, más allá de la muerte. Son personas que tomaron la decisión de abandonar la lucha porque sabían que habían perdido la batalla campal librada y que solo les restaba una horrible negra noche del alma siendo causa y testigos del desastre que motivaban en su núcleo afectivo no solo en lo emocional, sino en lo físico y lo económico.
Esos afortunados que partieron dulcemente fueron previsivos y firmaron estando sanos su decisión de tener una muerte digna, lo que la corte llama consentimiento previo. Lo tengo desde hace 15 años y cada vez que entro a una cirugía (una de las formas más fáciles de quedar en el limbo de Hipócrates el hipócrita) los galenos tuercen la cara y hablan de su religión, lo que me tiene sin cuidado. Firmen su derecho a morir dignamente, no sea que los claven en una UCI meses y arruinen a la familia dejándoles apenas para su entierro (también lo he vivido).
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