El próximo mes de julio llego a los 70 años, soy autosuficiente en todo sentido, para mi fortuna poseo la empatía que es un don que disfruto y he hecho de la solidaridad con quienes menos tienen y están en el límite de lo infrahumano parte fundamental de mi vida. Lo llamo don porque cuando era muy niña, recuerdo a mi mamá diciendo a mi papá, “ya Lola tiene un nuevo protegido”, lo que significaba que había un niño que pasaba cada día en busca de la ayuda que podía prestarle. Sin embargo, elegí no traer hijos a este mundo que desde siempre intuí mezquino, desigual e injusto. Y no me equivoqué ni me he arrepentido jamás, ni siquiera hoy día cuando me definen como “abuelita” --con esa manía paisa de clavar el diminutivo a cualquier sujeto u objeto--, que me suena insultante, indigno, infamante, degradante y envilecedor de nosotros, quienes tenemos apenas 70 años e iniciamos el camino de la verdad hacia la ancianidad que según la OMS inicia en los ochenta.
Los abuelos siempre fueron y seguirán siendo los abuelos, personajes de leyenda para cada uno de nosotros quienes tuvimos la dicha de disfrutarlos como compañía divertida y permisiva, siempre prestos a consentirnos y llenos de bellas historias reales o inventadas que para la ocasión eran lo mismo, que nos hacían alucinar, abrían ventanas a mundos desconocidos y nos escuchaban. No es lo mismo que los abuelos a quienes les imponen cuidado y responsabilidades con los nietos, que tienen que asumir el rol del no que corresponde a los padres, porque estos están ausentes e inmersos en el mundo de la producción para tener más mientras aman menos. Esa clase de abuelazón la disfruté con sobrinos y sus hijos.
Pero hoy, lo cierto es que tengo un cabreo monumental, me siento rebajada y menospreciada con esa maldita frase del presidente, “vamos a cuidar a los abuelitos” y, por tanto, ordenó nuestro encierro durante algo más de 12 semanas, mientras sugirió a los demás procurar no andar en condumios, permanecer en casa y hacernos las compras. O sea, vamos a pillar el COVID-19 por conducto de hijos, nietos, sobrinos o domiciliarios desde la puerta de la casa, porque nadie quiere entrar. Vivo en un privilegiado lugar con huerta, grandes jardines de flores y frutales a 100 pasos del mar y compañeras picando la edad “abuelitaria” con quienes desternillarme de risa y hacer yoga, poseo una biblioteca virtual de más de 400 ejemplares y desde hace muchos años disfruto, casi que demasiado, la soledad. ¿Pero qué harán los “abuelitos y abuelitas” que viven en apartamentos de una habitación, cuyos hijos y nietos los visitan “cuando pueden” (que es casi nunca) y solían llenar sus días con tertulias en los centros comerciales o jugando cartas en clubes? El panorama es negro: sabremos de suicidios, depresión profunda, aparición de enfermedades mentales y manías.
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