En la octavita del carnaval cayó el Día Internacional De la Mujer, determinado por las Naciones Unidas en el año 1975 en su reunión anual de las mujeres y eligieron el ocho de marzo como fecha para conmemorar “la lucha plurisecular de la mujer por participar en la sociedad en pie de igualdad con el hombre”, que se remonta a la antigua Grecia donde se realizó la primera huelga sexual para terminar una guerra, práctica que han continuado usando las mujeres de diferentes poblados y circunstancias porque es lo único que al parecer lleva a reflexionar a los caballeros. Y llegamos al punto álgido de la situación de las mujeres, en especial en Colombia, donde algo tan simple y comprensible como la frase “inclusión de género” en los Acuerdos de Paz de La Habana fue convertida en algo execrable y peligroso, que debe desaparecer de todo texto educativo o propuesta si se quiere tener éxito en cualquiera de los cuerpos colegiados del país.

A esta posición, sólida y extendida a lo largo y ancho de la Nación, se suman miles de mujeres que no logran diferenciar sus derechos constitucionales de la bondad y generosidad de los hombres que rigen su vida, porque la verdad sea dicha y con todo el despelote que protagonizan las damas que han optado por el destape sexual, al interior del hogar y en la vida doméstica seguimos dependiendo emocionalmente del hombre: del papá se pasa al marido, quienes siempre tienen la razón por el simple y absurdo expediente de ser hombres.

No es verdad que en las parejas donde ambos trabajan existe división del trabajo doméstico: algunos colaboran y muy poquitos asumen una rutina propia. Por eso uso el término colaboran, porque lo hacen en tono de concesión, de bacanidad y solo cuando les apetece. Si llegan cansados por un par de horas extras en la oficina, su participación es nula y de contera llegan exhaustos necesitando que la compañera los atienda, lo que le aumenta su segunda jornada laboral. Ahora bien, si la mujer no provee dinero el sometimiento es absoluto y rayano en el pánico al abandono.

Quienes viven en esa situación, aún boyantes en dinero, tienen unos horarios y rutinas de atención al gran proveedor que en algunos países incluye hasta quitarles los zapatos, tener a punto la bebida preferida del señor y, desde luego, la educación de los hijos sobre la espalda y garantizar que esos niños se transformen en adultos bien portados al filo de la llegada del gran proveedor. Cuando ellas fallan en cualquiera de sus obligaciones son recriminadas de manera fea sin que falte la restregada de cositas como: “¿y qué es lo que tanto haces que olvidaste pagar mi celular?” Por eso me llega a irritar tener que escuchar felicitaciones y grandes elogios a la mujer, cuando somos la mayoría de víctimas de la crónica roja diaria y de la guerra intestina que aún no termina.

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