Sentados sobre taburetes en la oscuridad de la noche aclarada solo por la luz de un mechón prendido con gasolina, varias personas alrededor del más viejo escuchan la historia que va narrando como sus ancestros; sabe cuándo quedar en silencio o avanzar al ritmo de sus manos que simulan el nadar de una serpiente. En otra parte del mundo, muchos siglos antes, arrellanados sobre alfombras que cubrían las arenas del desierto también se escuchaban historias mágicas de deseos de amor, de riqueza, de libertad de hombres y mujeres. Pero, aún más atrás en el tiempo, cuando el humano empezaba a nombrar las cosas, uno de los cazadores hincado por el hambre, respaldado por su fuerza física con un lenguaje pleno de ánimo y de esperanza convence a sus compañeros de cazar a aquel animal inmenso que sería alimento para ellos y sus familias.
Hoy, pervirtiendo el lenguaje que era para echar a andar la imaginación, para amar, para trabajar; corrompiendo el don de mando necesario para conducir a la tribu a través de los peligros del camino; burlándose de la ingenuidad de los que creen en la magia, existe un sujeto que, egoístamente, está haciendo daño uno a uno o colectivamente a otros seres humanos. Es el fascinador.
Fascina por su rítmica voz que habla como los genios de Oriente de cumplir los deseos de quien lo escucha, emanando una gran confianza en sí mismo. El encantador –también hay encantadoras pero, ellos son mayoría– llega ahí donde las dificultades de la existencia aprietan la garganta del inocente que clama tanto por una oportunidad para vivir que su pensamiento crítico se obnubila, cede a la angustia, entregándose a la fantasía de creer superior, casi mesiánico, a ese que le habla. El inocente, durante el embrujo, entregará lo mucho o lo poco que tiene material o espiritualmente hasta quedar completamente desvalijado y solo cuando la realidad haya cruzado por sus cinco sentidos y penetrado hasta la última neurona del dolor, despertará, sin nada suyo.
No hay medida para establecer los límites del sufrimiento de un solo ser humano, mucho menos de sociedades enteras que son objeto de la crueldad del fascinador. Porque, cuando encuentra a otros no tan encantadores, pero sí con la misma distorsionada visión del mundo donde los demás son menos y estos que se creen menos comienzan a seguirlos devotamente renunciando incluso al sentido común de las cosas, creará un movimiento que irá de unos pocos a miles si no hay una contraparte sana que frene de manera oportuna tal asociación dañina que solo busca su propia satisfacción, y que estará amarrada internamente por algo profundo e invisible: una ideología que aspirará al poder político.
Los fascinadores lentamente están siendo enfocados por la luz de la sabiduría popular y de la psicología que siguen la estela de sufrimiento, de crueldad, de horror que van dejando a su paso en la sociedad como una infección que ataca un organismo vivo. Por lo pronto, nos dice el sentido común y la ciencia: “Cuando a tu paso te hable un encantador de serpientes, no te detengas, sigue de largo, ¡huye!, para salvar tu vida”.
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