La película, paradójicamente, tiene su mayor acierto en mostrar a Jesús en un segundo plano. No es él ni su vida la línea principal sino la sociedad de Jerusalem bajo el mando de los romanos. Una población que sufría la dominación y la persecución política por no adorar al emperador como un dios, por lo tanto, morían por ateos. Jesús, aparece de pronto por las callejuelas polvorientas impartiendo su mensaje de paz y amor como si viéramos caminar a una persona conocida por una gran avenida. El autor, entonces, nos cuenta la historia de dos hombres que se crían juntos como hermanos desde niños pero la vida los separa cuando son adultos dejándolos en diferentes orillas políticas hasta el punto que Messala traiciona a Judah Ben-Hur y a toda la familia, pasándose del lado de la represión romana.
El filme fue tan famoso como Lo que el viento se llevó, traspasando las fronteras de las películas de Semana Santa hasta convertirse en un clásico digno de ser visto en cualquier época del año y en cualquier momento de la vida de los espectadores. Hay escenas de amor, de ilusiones, de sabiduría, de injusticia y una gran lucha de Judah por el rescate de su familia y de su propia vida, como el héroe que debe sobrepasar las adversidades para hacer meritoria su existencia.
Lo más hermoso de la película es el enfrentamiento entre Judah y Messala compitiendo en la arena del circo cada uno montado en su cuadriga tirado por esplendorosos caballos. Son dos mundos contrapuestos, una alegoría a la lucha entre el bien y el mal donde el derrotado, ante la evidente superioridad moral del vencedor–que es el fuego para luchar contra las injusticias-, se quiebra. Tras el quiebre emocional viene la resignación, cae la coraza y se imponen la realidad: que el adversario fue mejor en todo sentido y que además es noble porque perdona, produciéndose una reconciliación.
Las sociedades sanas preservan el espacio de confrontación deportiva, artística, científica y política de influencias ajenas que puedan alterar el resultado natural de los antagonismos en disputa. Permiten la caída de quien no estuvo a la altura del ganador fomentando la resignación del perdedor porque, saben que solo así surgirá lo mejor, lo excelente de los individuos en beneficio de toda la sociedad. El perdedor, deberá volver a intentarlo si quiere seguir en el camino elegido o buscar otros; de esta manera llegarán los más fuertes a contener la muralla; los más amorosos a llenar las soledades; los más valientes a las batallas por la libertad; los más sabios a gobernar y, que el vencedor haga siempre méritos para conservar el lugar alcanzado. De esa manera lo superior de los humanos irá siempre alumbrando el camino hacia la utopía.
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