Esta semana me enteré de que un semestre de Ingeniería en la Universidad de Los Andes cuesta 19 millones de pesos colombianos. Quedé tan asombrada con esta cifra, que le tuve que preguntar tres veces de seguido a la persona que me lo contó para ver si es que estaba escuchando mal. Le decía con insistencia, “¿nueve?”. A lo que él me respondía, “No, diecinueve”.
Lo peor de toda la historia, fue la de darme cuenta, gracias a ‘la magia de Twitter’, que Medicina, por supuesto, es todavía más cara, que ‘por ahí pasó’ y que ‘el resto de las carreras valen casi que lo mismo’. Lo peor de todo fue darme cuenta, gracias a que se convirtió en un tema de conversación entre algunos de mis excompañeros de clase, que lo que costaba hace cinco años mi semestre universitario, hoy alcanzaría tan solo para cubrir la mitad de su valor actual. Lo peor fue darme cuenta de que en mi cabeza tengo unos números que, al igual que el “dólar a dos mil pesos”, hacen parte de un bonito pasado.
Sin embargo, esta columna no es una crítica a la Universidad de Los Andes o a las distintas universidades de este rango, no es una crítica a los precios que ha decidido fijar la mía (la Pontificia Universidad Javeriana), y no es una crítica a lo que cada institución privada, que tiene como fin ser en últimas un negocio, decida hacer con su oferta (cuando claramente hay demanda), pues como muchos me lo podrán resaltar, nadie me está obligando a estudiar ahí y nadie va a obligar a unos futuros hijos míos (si es que quiero y puedo tener) a estudiar ahí.
Mi crítica es a la enorme diferencia que hay entre lo que ofrece el mercado laboral hoy en día frente a lo que cuesta convertirse en profesional en lugares como éstos. Vamos a decir las cosas como son. Es una experiencia fascinante poder estudiar. Te da estructura, te saca de lo que conoces para mostrarte un mundo distinto, y te da la posibilidad de crear relaciones duraderas, que finalmente pueden influir en los caminos que te lleven al éxito. Pero, la realidad también es, que simplemente por leyes de probabilidad, la gran mayoría de los egresados de todas las instituciones educativas se enfrentan a una desilusión enorme cuando llega el momento de conseguir empleo. Muchos de éstos con deudas que les permitieron poder estudiar en primer lugar, empiezan a rotar su hoja de vida para realizar lo difícil que es encontrar algo que pague “lo que te mereces”, si es que encuentras.
Y no hablo de supuestos, hablo con conocimiento de causa. Cuando yo estaba estudiando la carrera, un semestre costaba alrededor de unos casi ocho millones de pesos (una suma que consideraba, y sigo considerando, una barbaridad). Y cuando salí a buscar empleo, las vacantes que había para periodismo, que eran pocas, pagaban un poco más del mínimo. A los practicantes no nos pagaban y, lo más triste de todo el asunto, es que cuatro años después nada ha cambiado. Hace un año me ofrecieron en una gran cadena radial, trabajar básicamente doce horas al día con sábados incluidos, por un millón doscientos mil pesos mensuales.
Sé que el caso no es así para todo el mundo, que habrá gente que dirá que sin el título universitario en la prestigiosa universidad (y la maestría incluida) no hubiesen podido estar ocupando el puesto que tienen, pero la verdad es que dudo mucho que el grueso de los estudiantes opine lo mismo. Porque sencillamente, las cuentas no dan.