Quizás habrás leído este titular y creerás que en esta columna hablaré sobre la violencia que hay en nuestro país, o en su defecto creerás que tratará acerca de la nueva variante delta de la covid-19 que tiene al mundo en vilo, pues sin lugar a dudas ambas problemáticas las podría tratar con un título como este.
Sin embargo, aquí estoy hablando del sentido más literal de esta frase. Nos estamos literalmente matando, y poco o nada se está haciendo para que este número deje de seguir escalándose tan exponencialmente. Según el DANE, el índice de suicidios en Colombia subió un 25 %, es decir que un veinticinco por ciento más de personas decidieron quitarse la vida en comparación con el número de personas del mismo trimestre en el año pasado, y eso es absolutamente alarmante.
Lo he dicho en anteriores ocasiones, y constantemente uso mis redes sociales para hablar de frente sobre las enfermedades de la mente que tan discriminadas se encuentran, y que tanto se exponen a burlas, pues considero que es la única manera de quitarle el estigma tan grande que traen consigo.
Nos educaron para creer que la vulnerabilidad es una señal de debilidad y de fracaso, que todo es cuestión de voluntad (¿cuántas veces no hemos escuchado “no estés triste” como una genuina solución?), que es culpa de uno mismo no estar bien consigo mismo, y luego se escandalizan porque una persona no encontró la manera de pedir ayuda o de ser ayudado.
No les voy a mentir, desde que hablé de mi pasado con los desórdenes alimenticios y las enfermedades de la mente me he encontrado de todo. Por un lado, debo decir que constantemente recibo mensajes de miles de personas que se encuentran en la misma situación en la que estuve hace unos años, y aunque me doy cuenta de lo poderoso que es utilizar la voz para ayudar a otros, me aterra saber que en el hueco se encuentran tantos que deciden no hablar porque creen que no van a ser comprendidos. Y por otro lado, debo aceptar que me he enfrentado a burlas, a gente que decide que todo es mentira solo porque son lo suficientemente afortunados de no tener que padecerlas, y a mucha, pero mucha, ignorancia frente al tema.
Y no, no solo me ha sucedido a mí, sino a todos los que han tenido la valentía de hablar en voz alta sobre esto. Basta con ver la respuesta que tuvo Simone Biles cuando en plenas olimpiadas decidió retirarse porque su salud mental no estaba en su sitio. Esa indignación de tantas personas a las que les molestó la debilidad y traición de Biles es suficiente ilustración para saber en qué clase de mundo intolerante vivimos.
Dejémonos de vainas, la pandemia y la cuarentena han acelerado lo que ya era una realidad: vivimos en una sociedad donde hay una gran parte de la población deprimida que anda fingiendo lo contrario. Por miedo, por pena, y por no querer sentirse peor, fingen estar bien, fingen estar felices, y luego acaban con todo sin dejar rastro.
Porque ese es el mayor problema que tiene esta y otras enfermedades de la mente: hemos logrado que sea casi siempre invisible ante los ojos del otro.