Desde hace un tiempo, más no recuerdo exactamente desde hace cuánto, cumplir años se había convertido en un día que odiaba. Siempre lleno de nostalgia, de ansiedad y de muchos nervios. Era tan inexplicable lo que sentía, que a veces lo describía como ese afán que le entra al que algo todavía debe, ese que tiene una asignatura aún pendiente, y otras tantas lo comparaba con la sensación que llega para muchos cada primero de enero (creo que de esa pocos se han salvado): una mezcla imperfecta entre entusiasmo, alegría, melancolía, y para algunos tristeza.

La verdad es que para mí era justo en estas fechas cuando la vida me recordaba que ese tiempo que en el pasado creía que era eterno, pues en el día a día podía jurar que no avanzaba, en realidad volaba a un ritmo tan acelerado que tendía a preguntarme a dónde es que se había ido. Básicamente, creía que estaba siempre perdiendo el tiempo, y eso me generaba todo tipo de emociones.

Durante casi una década, creo, sustenté este pensamiento con las palabras de mi madre, a quien me parece estarla escuchando nuevamente, cuando decía, como quien vaticinaba el futuro, mientras en medio de alguna pataleta mía yo misma gritaba que “no veía la hora de ser grande y poder hacer lo que se me diera la gana”, que algún día iba a querer dejar de crecer, y que algún día iba a pedir que el tiempo se detuviera con la misma pasión con la que en ese instante pedía que se acelerara.

Sin embargo, y aunque durante estos últimos años acepté sin agüeros que mi mamá, como casi siempre pasa con lo que dicen las mamás, tenía la razón, y que efectivamente no me quedaba de otra que la de seguir pidiendo lo imposible que significa detener las horas, este pasado nueve de septiembre me sucedió lo que creí que ya no iba a volver a sentir, me alegré de sumarle más tiempo a mi calendario de vida.

Cumplí treinta años y me sentí dichosa de haberlos cumplido, pues por primera vez en tres décadas comprendí que el truco no es tenerlo todo antes de que sea tarde, sino en agradecer lo que se tiene antes de que se transforme, y en vivir al máximo el ahora, sabiendo que siempre existirá un ahora para ser gozado.

Suena cliché, pero es absolutamente cierto. Con los años se transforma la manera de vivir, de pensar, y de actuar, porque con la experiencia aprendemos, y con ese aprendizaje le damos vida a los años. Pero no por eso dejamos de vivir, no por eso se nos acaba la vida.

Así que sí, esta columna es un poco filosófica, y algo personal, pero sé que muchos vivimos tan preocupados por el futuro, por cumplir metas, y por hacer o comprar tal cosa antes de los treinta, de los cuarenta, de los cincuenta, etc., para ser felices más adelante, que olvidamos que el presente también es un estado del tiempo, y que no podemos olvidar que hay que vivir es en él.

Porque nada se acaba, nada se pierde, nada se agota…todo se transforma.

Esta última es una frase de una canción del cantante Jorge Drexler. El tipo para mí es brillante.