Quisiera mencionar a las millones de víctimas, pero no me alcanza el espacio. Así que miré al pasado tratando de recordar. Me gustaría recordármelo a mí misma. Aparecieron pocos nombres, casi ningún rostro, me di cuenta de que hemos difuminado al ser humano. En Colombia las personas son números. Y cómo duele. Cómo duele. La juventud se manifiesta por estos días. Caminar por las calles es sentir su entusiasmo, su futuro incierto, sus ganas de cambiarlo todo y esa ingenuidad que lo cree posible. Una sociedad que no cuida y defiende a su juventud está perdida. Pensé en los estudiantes que han sido víctimas, como si todos no lo fueran ya. Su derecho a la protesta lo han pisoteado desde siempre. Si en algo sobresalimos los colombianos, es en la repetición de los errores.
Vivimos en un lugar sin rostro, sin recuerdos, atado al ayer. La historia es prioridad y la construcción de memoria un deber. En ese loop trágico, que caracteriza la realidad nacional, hemos sido eficaces para despersonalizarnos, para negarnos, para ignorarnos, para matarnos en el olvido. Dilan Cruz nos duele porque tiene rostro, nombre e historia. Su tragedia llevó a que nos reconociéramos como parte de un todo. Despertó al humano y abofeteó al indolente. Todavía hay un sector de la sociedad que justifica, que no entiende. Ahora, ellos también vieron el asesinato de Dilan. Todos lo vimos. Y verlo nos obliga a cambiar el número, a poner un nombre, a dejarlo en la historia sin opción de borrarlo.
Los estudiantes y las protestas han tenido finales siniestros. Es increíble que pase lo mismo desde hace cien años, que la voz de la juventud se apague por la falta garantías de un país que no logra reinventarse. En 1929, los estudiantes también levantaron su voz. La Masacre de las Bananeras era la razón de su descontento. Protestar en contra del Gobierno de la época, exigir verdad y reparación, marchar por la vida, por los campesinos y obreros. Gonzalo Bravo Pérez, estudiante de Derecho de la Universidad Nacional, fue asesinado en el centro de la capital cuando la Policía trataba de dispersar la manifestación.
En 1954, los estudiantes marcharon para conmemorar el asesinato de Bravo Pérez como era la tradición hace más de veinte años. En medio de la protesta, por la calle 26, la Policía los dispersó; pero los estudiantes resistieron. Uriel Gutiérrez era uno de los manifestantes y fue la víctima fatal de este encuentro. El funesto desenlace desató nuevas protestas. Miles de estudiantes salieron a repudiar el asesinato de Uriel. Y llegó otro día sombrío para los jóvenes colombianos. El 9 de junio de ese mismo año, el Ejército irrumpió en la manifestación. Esa vez, mataron a once estudiantes.
Y así podría continuar, recordando episodios del pasado en donde los estudiantes fueron asesinados por la autoridad. Supongo que algunos tratarán de legitimar esta crueldad estigmatizando a los jóvenes muertos. Sin embargo, silenciar a los estudiantes, quitarles el derecho a la protesta, repetir sistemáticamente una actitud represora, etiquetarlos de delincuentes o vándalos, demuestra la desvalorización de la vida que resalta en esta sociedad atroz; ese constante atentado contra los derechos humanos, el pluralismo y la libertad.
La juventud es el futuro. La educación resuelve las problemáticas sociales, es el verdadero desarrollo, aunque aún no lo hayan comprendido o no les convenga hacerlo. A pesar de tanta barbarie, todavía no se valora la vida. Todo se olvida, nadie responde. Eso sí, la voz de los jóvenes no se apaga. Sigue viva.
@MariaMatusV