El veinticinco de mayo pasado sucedió una tragedia que nos ha llegado al corazón a todos. George Floyd, un afroamericano de 46 años, fue reportado a la policía por haber pagado con un billete falso de 20 dólares en una tienda. Un agente de policía de Minneapolis, que llegó al lugar con la velocidad de un rayo, lo arrestó de inmediato con violencia, arguyendo que le tocó emplear toda su fuerza porque se estaba resistiendo a la detención. Le puso su rodilla en el cuello por casi diez minutos. George solo alcanzaba a decir : “no puedo respirar”, mientras el oficial Derek Chauvin ignoraba su lamento. Como era de esperarse, al cabo de unos minutos, George murió.

En plena era de comunicaciones digitales, y de transmisión instantánea de imágenes, me pregunto cómo al agente Chauvin, y a los policías que lo acompañaban, no se les ocurrió un solo segundo que cualquier transeúnte los estaría grabando con la cámara de su teléfono celular desde algún lugar de la calle, como de hecho pasó, y a pocos metros. Fueron más lejos. Se atrevieron a testificar que George, completamente inerme, estaba resistiéndose al arresto. La evidencia muestra tristemente lo contrario. A estas alturas, aseguraría que casi nadie en el mundo ha dejado de ver el horrible y trágico video de la muerte de George.

Me ha impresionado y me ha conmovido ver cómo se ha unido el pueblo estadounidense para defender principios tan fundamentales como son “Black Lives Matter” (“las vidas negras importan”). Y para protestar contra el racismo. Para exigir igualdad. Para reclamar inclusión. El mundo internacional los ha apoyado también con similares manifestaciones de protesta, y con toda razón. Hacemos parte de un planeta en el que sentimos que los seres humanos nos debemos proteger mutuamente, sin hacer distinciones por el color de la piel, el género, los partidos políticos, las creencias religiosas. Cuando el martes dos de junio abrí mi cuenta en Instagram, me impresionó ver cómo estaba inundada de pantallas negras, numerosas pantallas negras, en una demostración mundial de solidaridad, respeto y toma de conciencia de lo que está en juego en estos momentos de la civilización.

Me he preguntado cómo colombiana si somos conscientes de que estas mismas o quizás peores tragedias no están sucediendo a nuestro alrededor. No es una pregunta, es una certeza de que sí están pasando. Las noticias han contado la muerte a golpes del joven afrocolombiano Anderson Arboleda en Puerto Tejada, el 31 de mayo pasado. Pero no nos movimos con indignación contra ese trágico suceso, que no es un caso aislado. ¿Dónde ha quedado la solidaridad con nuestra gente, con nuestros vecinos? Estoy segura de que nos parecería inadmisible y degradante que se matara a personas vulnerables de nuestra entorno porque han violado la cuarentena o porque las han sorprendido vendiendo comida en la calle. Sin embargo, sabemos que peores cosas han sucedido en nuestra historia de violencia. Mucho peores que lo que le pasó a Floyd por un billete falso de veinte dólares.