Un trabajador, algo alicorado, durante la jornada laboral llamó a otro: “Negro hijueputa, negro bruto”. El agredido reaccionó instintivamente lanzándole un casco y esto terminó en una fuerte riña.

En vista de lo anterior, la empresa decidió despedir a ambos trabajadores argumentando que estos actos de violencia eran bochornosos, al margen de la razón que ocasionó la fuerte pelea o de quien la inició.

El asunto llegó hasta la Corte Suprema porque el trabajador agredido inició un proceso alegando que su despido no era justo. En su sentir, no merecía perder el empleo que desempeñó por más de 20 años, solo por no permitir que lo discriminaran.

Más allá de los temas procesales, el caso ejemplifica muy bien los discursos de odio llevados al plano laboral, me refiero al uso del lenguaje que envuelve humillaciones, o clasificaciones infames a quien luce distinto frente a los ojos del otro, posee una creencia contraria o ama de una forma diferente a la que dicta la norma. En definitiva, el uso de expresiones que encierran toda una historia de desprecio y maltrato.

La sentencia recoge una premisa esencial como es la prohibición de segregar al otro. Da muestra de un juez que logra identificar una categoría sospechosa en el trato recibido como consecuencia de su raza y activa sus alarmas ante una posible vulneración al derecho a la igualdad.

El tema me parece pertinente por varias razones. Primero, porque reafirma que la norma protectora del derecho a la no discriminación impacta el régimen laboral colombiano. Esto supone que el empleador además de no tolerar estas conductas en su empresa o negocio realice acciones tendientes a reparar el agravio una vez sucedan.

En el caso comentado, esa garantía de reparación por haber sido discriminado no fue tenida en cuenta, por el contrario, el despido a ambos trabajadores luce desproporcionado al utilizarse el mismo rasero frente una persona que escogió violentar a su compañero, con otra que reaccionó de forma humana e instintiva, a pesar de no ser lo deseable.

La segunda razón por la cual me parece pertinente el fallo es porque le pone un freno a los discursos de odio cuya presencia vemos en el entorno laboral, en las redes sociales e incluso en las columnas de opinión.

Carolin Emcke define este fenómeno como el “exhibicionismo del resentimiento“, una especie de licencia para ofender arropada bajo el manto de una libertad de expresión mal entendida, que refleja un embrutecimiento del discurso público en donde cualquier miseria interna puede barrerse hacia afuera y donde el placer de odiar libremente pretende normalizarse.

Creo que es importante entender que estos discursos de odio, no son fortuitos, no surgen por descuido; este rencor requiere de un terreno fértil para que se propague y la normalización de términos como negro(a), indio(a), marica, bruto(a) , vieja(a), veneco(a) entre otros, es un abono ideal para ese terreno.

Lamentablemente son muchas las veces en que nosotros, ya sea como objeto o como testigos del odio, callamos aterrorizados porque nos dejamos amedrentar, o porque el horror nos deja sin palabras.

Por desgracia este es uno de los efectos del odio, de ahí la invitación tanto a los dispensadores del empleo, a los medios de comunicación y a la sociedad civil a combatirlo. ¿Cómo? Una forma es observando atentamente, realizarnos cuestionamientos que permitan ir descomponiendo ese odio en todas sus partes, distinguiéndolo como un sentimiento condicionado por un contexto histórico que vale la pena identificar para luego erradicar.