El Dane acaba de publicar los últimos datos sobre pobreza en Colombia, con base en dos mediciones. Una, la pobreza ‘monetaria’, mide el ingreso de las personas. La otra, la pobreza ‘multidimensional’, toma en cuenta aspectos como analfabetismo, hacinamiento, acceso al sistema de salud, etc. Para muchos resultó polémico, por no decir inaceptable, que mientras que la pobreza multidimensional bajó del 20,2% en 2015 al 17,8% en 2016, la pobreza monetaria hubiera subido del 7,9% al 8,5%. Pero no hay ninguna contradicción: nada dice que las dos mediciones deban moverse siempre en el mismo sentido. Una familia puede tener el mismo ingreso que el año pasado, por ejemplo, pero si hoy cuenta con agua potable que antes no tenía, es evidente que su calidad de vida ha mejorado. No obstante, la divergencia entre los indicadores sirve de oportunidad para reflexionar sobre el modelo de reducción de pobreza del país.

Los gobiernos tienen incidencia directa sobre las variables que componen la pobreza multidimensional. Pueden afectarlas por medio del gasto social, de mejoras a los sistemas de salud y educación, de programas de alfabetización, etc. Esas acciones se acompañan de cortes de cintas, patrióticos discursos y conmovedores spots de televisión. Eso no les resta mérito —salvo en casos de corrupción o ineficiencia—, pero explica por qué los gobiernos prefieren atacar el indicador multidimensional: es una estrategia que, amén de sus virtudes, deja réditos políticos.

La influencia de un gobierno en la pobreza monetaria, en cambio, es indirecta. En el mejor de los casos, consiste en generar un ambiente propicio para que actúe la inversión privada. Una tarea sin emoción ni heroísmo. Y es difícil atribuirse el mérito de lo que hacen los demás. Hay menos ocasiones para tomarse fotos cargando bebés o abriendo la llave de un tubo madre.

El problema es que los programas sociales que reducen la pobreza multidimensional dependen, al fin y al cabo, de los impuestos que paga el sector privado. Sin ellos, no hay recursos para ayudar a los pobres a alcanzar el primer peldaño de la escalera hacia el desarrollo. En otras palabras, si la reducción de la pobreza multidimensional ha de ser sostenible, urge reducir la pobreza monetaria también.

¿Y eso cómo se hace? Habría que inventar un premio Nobel especial para quien tuviera la respuesta definitiva a esa pregunta. Pero, por fortuna, no tenemos que esperar a que nazca el Alberto Einstein del desarrollo para avanzar. En buena medida, ya sabemos lo que hay que hacer. Un reporte de la Cámara de Comercio de Cali sobre las cifras del Dane lo resumió, desde el mismo título, de forma inmejorable: “Más empresas, menos pobreza”.

Suena obvio, suena sencillo: pero cuán a menudo se nos olvida. ¡Con qué entusiasmo nuestros gobiernos, y nosotros mismos, promovemos un Estado farragoso, atiborrado de normas y tributos que entorpecen la inversión productiva! Si de verdad nos interesa reducir la pobreza, y si queremos que esa reducción perdure y no dependa de la caridad ni del asistencialismo, el título del reporte de la Cámara de Comercio de Cali tendría que ser la consigna nacional. Si no lo es, y aun así seguimos diciendo que nos preocupan los pobres, pecamos, ya por ignorancia, ya por hipocresía.

@tways / ca@thierryw.net