Me encantan los cuentos de hadas. Me enseñaron a leer y me dejaron el amor por los libros y la imaginación. Los estudiosos de estas historias saben de su gran valor cultural, social y psicológico. Como Bruno Bethelhaim, quien en 1975 publica: “Los usos del encantamiento: el significado y la importancia de los cuentos de hadas”. De vez en cuando, me gusta reescribir y jugar con los cuentos de hadas. Hoy les quiero regalar uno:

Había una vez un pueblo que tenía una infestación de ratas tan grave que no sabía cómo deshacerse de ellas. Llegó entonces un día un señor muy alegre, vestido de colores, al estilo del carnaval. Llevaba un enorme portafolio lleno de papeles y dulces planos de todos los colores. Los abrió en el medio de la plaza e invitó a los adultos a escuchar sus propuestas.

Los niños que jugaban alegremente por los alrededores se fueron acercando; el misterioso personaje llamaba mucho la atención. Esto complació mucho al señor, porque la idea era que los juguetones e inocentes del pueblo fueran parte de la terminación de la plaga que los aquejaba.

Cada uno de ellos tuvo que escoger un papel y un dulce del portafolio del personaje, quien anotaba cuidadosamente los nombres, direcciones, gustos y juegos inventados de los niños. Los chicos se sintieron muy importantes porque iban a trabajar en algo que ayudaría a su pueblo. Todos los miraban con admiración.

Ya nadie los regañaba en casa porque estaban dedicados a leer los mapas que tenían los papeles entregados. El dulce plano y lleno de olores solo se abriría mágicamente y con fanfarria, cuando cumplieran con la tarea asignada. Era todo un misterio muy divertido que los llenó de ilusiones. Al fin alguien tomaba sus juegos e inventos en serio. Para algo iban a servir, no todo es diversión en la vida.

Todos cumplieron su tarea y antes de que los adultos se pudieran dar cuenta, el pueblo tenía una maravillosa fiesta armada con música, saltimbanquis, dramas, paredes llenas de dibujos, danza, libros. Fue una semana de felicidad absoluta para todos los que veían las maravillas y más aún cuando las ratas desaparecieron del pueblo repentinamente.

Luego el silencio se apoderó de la plaza, de las casas, de los barrios. Los niños habían desaparecido también. Los dulces llenos de sabores maravillosos estaban envenenados con una magia extraña. Unas personas los alcanzaron a ver marchando hipnotizados hacia una cueva, de la cual nunca salieron.

El personaje reía, apoderándose de la alegría que antes era de muchos. Le dijo a los adultos que se pusieran en la tarea de hacer más niños, que con estos ya habían resuelto el problema de la peste. Solo el futuro los esperaba en un pueblo ya limpio.

En vez de su rostro barbudo, agradable, ahora portaba una máscara de diablo. Y se alejó cantado con el portafolio lleno de caras infantiles aplanadas. Yo fui testigo de los hechos. No jugué porque soy coja y sordomuda. Extraño a mis amiguitos, aunque han pasado miles de años. Lo recuento porque si no se podría repetir la historia. Eso me da mucho miedo.