Se cumple, en pleno pico pandémico, medio siglo de la publicación de Los cortejos del diablo, de Germán Espinosa, una de las expresiones literarias más admirables del Caribe colombiano. Recorrer sus páginas, mientras escasea el mercado y la salud mental, es como asomarse al alucinante lebrillo de la hechicera Rosaura García, en cuyo fondo trasluce, turbulenta y esclarecedora, una muy necesaria interpretación de la cultura de los pueblos del mar, tan pertinente en estos días de reverdecida inquisición. Recorrer sus páginas es asistir a un asombroso derroche de talento narrativo, polirritmia y musicalidad, una endiablada exuberancia verbal que algunos pretenden simplificar con el rótulo carcomido de «barroco».

Leila Guerriero, brillante y lúcida, escribe en El País, de Madrid, que «estaremos muchos años narrando este puñado de meses. Pero el verdadero relato de estos días no será el de la enfermedad, sino el del miedo». El mismo miedo de Juan de Mañozga por los brujos de Buziraco; el miedo acendrado de los cartageneros por el émulo incendiario de Torquemada. «No era fácil olvidar los viejos temores, los de aquellas cercanas épocas en que tres aldabonazos y el anuncio oficial: «Abrid en nombre del Santo Oficio», eran suficientes para crispar de pánico al más resuelto y sembrar de rodillas en tierra al menos aprensivo».

La ficcionalización del miedo puede ayudarnos a paliar esta realidad de miedo que nos ha tocado en suerte. No muchos han leído la novela, esa es la verdad. Otros no la comprendieron y la tildaron de «infierno retórico y culto», sin percibir sus tambores cimarrones «perforando la noche con su rudo golpeteo». Los censores franquistas, por su parte, se apresuraron a prohibir su publicación en España, bajo el cargo de cuestionar la «hispanidad», sin percibir que su censura bien podía entenderse como el epílogo de una larga y sangrienta tradición de intolerancia.

Conocí al escritor cartagenero hacia 1999, en una librería de la Avenida Jiménez de Quesada, en Bogotá. Curiosamente, yo vivía y estudiaba por entonces en La Candelaria, el mismo barrio santafereño de calles empedradas donde la virgen le ordena en sueños al «fraile bujarrón» partirle la benedicta madre al «cabro negro» y consagrarle un templo en el distante Cerro de la Popa. Germán Espinosa tenía fama de ser extremadamente arisco; sin embargo, me presenté, le propuse conversar unos minutos sobre su obra, y aceptó. Acaso porque no iba yo enmascarado como ahora o porque él no tenía nada mejor que hacer esa tarde. Le invité un café en un restaurante cercano, uno que acaba de cerrar por falta de clientes.

Bebimos el café hablando de Los cortejos del diablo, esa sátira fulgurante, carnavalesca y desmitificadora. Sin duda un ajuste de cuentas con la «nación católica». Casi nos habíamos levantado de la mesa, cuando se me ocurrió decir que la perspectiva desde la que García Márquez había construido su Bolívar era muy parecida a la que él había adoptado mucho antes para construir su «destartalado» inquisidor. «Ya Mañozga no es Mañozga ni Bolívar es Bolívar», dije. «¿Será una simple coincidencia?», pregunté.
«Nunca se sabe», respondió.

Todavía hoy, sacudido por la tragedia indecible de Tasajera, «donde su fuego nunca se apaga», como el cuento de May Sinclair, me pregunto si era incredulidad o satisfacción lo que motivaba su respuesta…

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