“Realmente creo que los científicos que trabajan en la industria quieren ayudar al mundo, pero ellos no son quienes toman las decisiones finales”. Esta frase, leída justo antes de dormir, me hizo dar vueltas en la cama toda la noche. Que, en medio de la actual emergencia global de salud pública, una empresa farmacéutica norteamericana tuviera la caradura de cobrar el equivalente a más de diez millones de pesos por un fármaco antiviral reciclado, cuyo costo de producción no supera los cuarenta mil pesos, me pareció poco menos que siniestro. Más aberrante aún si los oportunistas pasan por alto que los ensayos clínicos para «reconvertir» el archivado fármaco fueron financiados con dineros de los contribuyentes. Esto es, ni más ni menos, como si el mismo delincuente lo atracara a uno dos veces en la misma noche.

El insomnio terminó por sacarme de la cama al promediar la madrugada. En algún lugar de la sala, el eco de una segunda frase vino a empeorar el malestar: «es muy escandaloso que el gobierno no haya evitado esto. Porque la industria opera en un sistema normativo y ese sistema normativo debe ser regulado por el gobierno».

Aunque bien intencionado, el argumento del profesor Grahan Dutfield, experto en propiedad intelectual y regulaciones de salud de la Universidad de Leeds, Inglaterra, resulta a todas luces incompleto. Olvida mencionar, por ejemplo, que los gobiernos suelen ser regulados por otro sistema normativo. Tan poderoso e imperceptible que a él mismo le resulta «escandalosa» la muy previsible complicidad de la Casa Blanca. En realidad, escandaloso hubiera sido lo contrario: que el «innombrable de la Oficina Oval» hubiera impedido que se consumara la infamia, que hubiera presionado un precio justo para el tratamiento, asequible para las gentes vulnerables que habitan al otro lado de su alucinado muro.

Un sistema normativo perverso, que beneficia a unos pocos a expensas de la tragedia de muchos, y hoy tiene al entero planeta al borde del abismo. Con todo, no son pocos los que por estos días dejan escapar un nostálgico «¡ya nada será igual!», como si se tratara de una arcadia feliz e irrecuperable. ¿Exactamente a qué queremos regresar? ¿Al ecocidio global?, ¿al linchamiento de las «letrinas virtuales»?, ¿a la violencia física o simbólica?, ¿a la infame inequidad?, ¿a la peste de la corrupción?, ¿al populismo de derecha o de izquierda?, ¿al confinamiento de los centros comerciales?, ¿a la anomia?, ¿a la intolerancia?, ¿al fundamentalismo?

En todo caso, el gran reto ético de la pandemia —según expresa otro de los investigadores consultados— no se va a plantear con el tratamiento, «sino cuando empiecen a aparecer las primeras vacunas».

Solo entonces sabremos si se justifica el optimismo del Nobel de Literatura Le Clézio, cuando afirma: «Gran cantidad de gente ha entendido que algo debería cambiar, no sabemos exactamente qué, pero están esperando que algo cambie...Yo creo que esa esperanza es un primer paso hacia un mejor futuro».

El genuino optimismo de Le Clézio me impulsa a agregar un chorrito de Porto a mi café. No obstante, al leer que los directivos de varios laboratorios estadounidenses ya notificaron al mundo que no entregarán la vacuna sin obtener ganancias, creo recordar una frase que el escritor colombiano Enrique Serrano dejó resonando en El día de la partida, su memorable relato sobre la muerte de Séneca:

«¡El mundo no marchará bien mientras los sabios se encuentren al servicio de imbéciles!».