Debió ser conocido como Dionisio de Hipona, pero su nombre no ingresó nunca en los libros canónicos. Según la versión que antes de la pandemia me contó en La Troja un seguidor trasnochado de Hermes Trismegisto, su memoria fue proscrita por el más felón de sus paisanos. Lo que me gritó en secreto el iniciado, mientras Bobby Cruz cantaba Traigo de todo, basta para rescatar de las llamas una apretada página de su herejía.

En los albores del año del Señor de 334, Dionisio el Somero —como fue conocido en su exigua cofradía— consagró su vida a una única y simple tarea: escribir un tratado exhaustivo que, a un mismo tiempo, explicara y conectara todos los fenómenos físicos y metafísicos, conocidos y por conocer. De este modo, el Somero invirtió treinta años en la escritura de su obra. Un volumen manuscrito por cada año de trabajo en soledad. Cuando hubo terminado, los vándalos de Genserico arrasaron la provincia y quemaron los treinta volúmenes de su obra.

El Somero, inquebrantable, recomenzó su labor. Invirtió otros treinta años en la escritura de su obra. Con el brazo caliente, mejoró su prosa, pulió su estilo y duplicó el número de volúmenes. Cuando hubo terminado, los bárbaros de Gunderico —hermano de Genserico— arrasaron la provincia y quemaron los sesenta volúmenes de su obra.

Casi octogenario, pero inquebrantable, el Somero recomenzó su labor. Invirtió otros treinta años en la escritura de su obra. Fue más brillante y prolífico, sus muchos años refinaron sus ideas y aguzaron su entendimiento. Concluyó que su obra anterior, aunque escrita con fervor, era digna del fuego. Cuando hubo terminado, las hordas de Hunerico —hijo de Genserico— arrasaron la provincia y quemaron los noventa volúmenes de su obra.

Esta vez, el Somero lloró de impotencia. Blasfemó, adjuró de su dios, maldijo su suerte, sobre todo su falta de tiempo, y se retiró frustrado a morir en una abadía frente a las aguas prometidas del Mare Nostrum. Allí, frente a un mar del color de la ceniza, un monje que iba de paso le notificó que en las lejanas tierras donde se levantaba el sol, ciertos poetas iluminados eran capaces de capturar el enigma del universo en diecisiete sílabas. Una senil esperanza se encendió entonces en el alma del Somero. Con sus últimas fuerzas, se entregó a la demencial tarea de reconstruir toda su obra en una sola sílaba.

Tres días después, justo antes de la extremaunción, dictó a su joven escriba Aurelio Agustín la obra maestra de su vida. La suma de sus esfuerzos y desdichas. Aunque apenas constaba de una sílaba, la resonancia inextinguible de ese único sonido, dependiendo de cómo se articulara, superaba por mucho el alcance intelectual de sus volúmenes perdidos. Por lo demás, el Somero podía descansar en paz, las nuevas murallas y baluartes de calicanto estaban por primera vez en condiciones de mantener a raya a los clanes vandálicos de Hilderico, nieto de Genserico.

Esa noche, mientras todos dormían, una sombra abandonó la oración y se deslizó hasta la obra del Somero. Al pie de una urna de madera, memorizó la sílaba arcana y consagró su vida a la única y simple tarea de tergiversarla. Algunas lenguas, que fueron debidamente cortadas, se atrevieron a insinuar que antes de huir al galope, la agraciada sombra del escriba inició el fuego que consumió el cuerpo leñoso de los monjes y la obra esclarecida del hereje Dionisio de Hipona.

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