Me gusta pensar que cada mes del año tiene su novela, por eso en esta ocasión la elección no podía ser otra que En noviembre llega el arzobispo, de Héctor Rojas Herazo, la brillante segunda entrega de la melancólica trilogía de Cedrón, que completan Respirando el verano y Celia se pudre. Su autor fue poeta, ensayista, novelista, periodista y pintor. Algunos dicen que su enorme talento –que competía con su estatura– se diluyó en demasiados frentes de batalla, de seguro amparados en la premisa popular, según la cual «quien mucho abarca, poco aprieta». Yo no lo creo. Pero les creo menos a quienes, en este país de traficantes de influencias, acusan a García Márquez de haberlo silenciado, de no haberlo promovido adecuadamente. Con ese sonsonete anduvo por muchos años el poeta y periodista Jorge García Usta.
En una columna publicada en EL HERALDO en marzo de 1950, Gabo exalta con generosidad los dones poéticos de quien había sido su maestro de dibujo en el Colegio San José de Barranquilla: «En su canto, se advierte, otra vez, la presencia febril del animal común y corriente que ve apretarse el cerco de angustia y lo sabe decir con sus terribles palabras de bestia acorralada. Tal vez así la poesía sea menos floral, menos cargada de ornamentos llamativos, pero es, en cambio, espesa materia biológica…Última y desgarradora poesía para resistir a la diaria embestida de la muerte».
Así mismo, en su autobiografía Vivir para contarla, publicada en 2002, Gabo evoca con nostalgia las virtudes intelectuales y literarias de quien fuera su maestro de periodismo en El Universal de Cartagena: «Héctor siguió hablándome con el rumor de la llovizna menuda de los linotipos…Era un conversador infinito, de una inteligencia verbal deslumbrante, un aventurero de la imaginación que inventaba realidades inverosímiles que él mismo terminaba por creer». En cambio, nunca he escuchado a nadie decir una palabra de la demoledora opinión que Germán Espinosa registró sobre Rojas Herazo en La verdad sea dicha, sus memorias, publicadas en 2003: «era uno de los mejores conversadores de Bogotá –en eso coincide con Gabo–, chispeante, lleno de humor costeño. Esta virtud, por desdicha, no la transmitía ni a sus novelas ni a su poesía. Sin ignorar que sabía modelar con maestría el bronce de la lengua, hay que decir que sus narraciones resultan, a pesar de ello, tan aburridas como esos domingos provincianos descritos por Luis C. López».
Desde luego, habría que señalar dos atenuantes: primero, que Germán Espinosa carecía del reconocimiento universal de García Márquez; y segundo, que en La verdad sea dicha el cartagenero prácticamente no dejó títere con cabeza. Sea como fuere, la teoría del silenciamiento por parte de Gabo resulta tan simplista e injusta como la de quienes pretenden explicar el reconocimiento internacional de Álvaro Mutis apelando al único expediente de su estrecha amistad con el genio de Aracataca.
En realidad, Rojas Herazo y Gabo buscaban lo mismo: elaborar un sistema poético que les permitiera interpretar la realidad del Caribe. Lo que afecta el reconocimiento del maestro no es la supuesta ingratitud del discípulo, sino los complejos procesos de recepción literaria, luego del cataclismo que supuso la aparición de Cien años de soledad. Evento, sorpresivo y arrasador, que depende de factores que los escritores no pueden controlar, ni siquiera si se apellida García Márquez.