El miércoles pasado Naciones Unidas celebraba el Día Internacional del Migrante y con ello ponía el foco en uno de los grandes dramas de nuestro tiempo, aunque se trate de un fenómeno tan antiguo como la civilización humana. En el más reciente informe para la ocasión, la ONU asegura que en todo el mundo hay 270 millones de personas que abandonaron su país. Es un 80 % más que en 2000 cuando la Organización Internacional de la Migración elaboró su primera estadística de este tipo. Pero, aunque parezca mucho, los migrantes siguen suponiendo solo el 3,5 % de la población mundial. La inmensa mayoría de personas vive en lo que considera su casa.

A pesar de ello, la migración condiciona como pocas cosas la política en la mayor parte de los países ricos. Donald Trump nunca hubiera llegado a la Casa Blanca sin sus diatribas xenófobas contra los inmigrantes de América Latina y los países musulmanes. También en Europa, los partidos de ultraderecha sacan provecho de agitar el racismo o el miedo al extranjero en casi todos los países. Señalar a los forasteros como culpables de los problemas de la sociedad en general o de individuos concretos parece un argumento irresistible para mucha gente.

Los dirigentes europeos han intentado frenar la llegada de migrantes en los últimos años, personas que huyen de las guerras en Oriente Medio -en buena parte generadas por sus aliados estadounidenses- o de la miseria en otras partes del mundo. Y efectivamente, los flujos de migrantes se han reducido en los últimos años/meses. En España, por ejemplo, la llegada de migrantes a través del mar ha bajado más de la mitad hasta los 24.000 en 2019. Esto se debe, entre otras cosas, a acuerdos con Marruecos que ha empezado a controlar mejor su frontera para evitar la salida de migrantes a cambio de 170 millones de euros de la Unión Europea y España. Pero esta política tiene un alto coste humano ya que mucha gente opta por rutas más largas y peligrosas, lo que aumenta el riesgo de morir en el intento.

Un modelo parecido y a gran escala funciona también en Turquía, que recibe miles de millones de la UE a cambio de retener los refugiados de las guerras de Afganistán, Irak o Siria en su territorio. Pero, aunque sea una tarea enorme intentar combatir las causas de la migración -muchas veces guerras o catástrofes-, aparcar el problema a las puertas de Europa es de una ética muy dudosa. Además de inefectivo, porque la injusta y caótica política migratoria de la UE no ha conseguido el deseado objetivo político: frenar el auge de los partidos xenófobos.

A pesar de la caída en el número de migrantes, este año han logrado ciertos éxitos electorales partidos de ultraderecha en muchos países, como Alternativa para Alemania o Vox en España. También la victoria del conservador Boris Johnson en el Reino Unido debe mucho a sus mensajes contra los extranjeros. Quizás no ayude tratar el fenómeno de la migración como un problema que se puede dejar fuera de casa, en Turquía, Marruecos o Libia. Sería mejor confrontarlo como una realidad que también tiene muchos lados positivos.

@thiloschafer