El Reino Unido tiene una proyección mundial muy superior a su tamaño, una isla con 66 millones de habitantes: grandes literatos como Shakespeare, bandas de música archiconocidas como los Beatles, el fútbol de la Premier League, actores y actrices como Chaplin, la BBC, las universidades de Oxford y Cambridge y un largo etcétera de personajes e instituciones de fama global. Sin embargo, nada provoca tanta fascinación como la familia real británica -esta columna es prueba de ello-.

Los ingleses saben del valor de la corona a efecto de imagen. ¿Recuerdan el espectacular numerito en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres cuando un doble de la reina saltó en paracaídas de un helicóptero comandado por el mismo James Bond para que segundos después la Queen auténtica hiciera su aparición en el estadio? La familia Windsor es una verdadera industria turística en las Islas Británicas, donde cientos de tiendas venden todo tipo de merchandising con los rostros e insignias reales.

Los frecuentes escándalos en la familia real -conocida también como The Firm, la empresa- lejos de dañar su atractivo, han contribuido a captivar aún más el interés del público internacional. La abdicación del rey Eduardo VIII en 1936 por amor, la vida agitada de la princesa Margarita, hermana de la reina Isabel, o acontecimientos más dramáticos como la muerte de Lady Diana, son de sobra conocidos en todo el mundo, aún más hoy gracias a The Crown, una de las series de más éxito de Netflix. Parece que la realidad sigue ofreciendo a los creadores de la serie material más que suficiente para unas cuantas temporadas más.

El último episodio real es la 'crisis' desatada por la decisión de los duques de Sussex, el príncipe Enrique y su esposa Meghan Markle, de abandonar sus obligaciones oficiales como miembros de la Royal Family para recuperar algo de privacidad. La reina Isabel acabó aceptando a regañadientes la deserción de su nieto, pero no resulta muy claro qué implicaciones tiene. La pareja asegura que buscará la independencia económica, aunque sigue beneficiándose de las rentas nada desdeñables de las propiedades del príncipe Carlos. Además, Harry y Megan han registrado ya la marca “SussexRoyal” en lo que parece ser la base de un negocio suculento a costa de su nombre. Algo parecido a lo que ya hizo Eduardo VIII tras su abdicación.

Aunque la prensa habla de crisis institucional no parece que este episodio pueda alimentar la llama del republicanismo en el Reino Unido, que es muy floja, según comprobé en los ocho años que viví en Londres. Es más, ayuda a tapar la historia mucho más grave de las relaciones del príncipe Andrés -tercer hijo de la reina- con el magnate pederasta Jeffrey Epstein, que se suicidó en la cárcel.

Después de mucho tiempo en que el Reino Unido ha protagonizado los titulares mundiales por el Brexit, ahora deben saludar que todos hablen del llamado “Meghxit”. La influencia cultural -el “soft power”- de Gran Bretaña sigue intacta.

@thiloschafer