En su obra clásica Silenciando el pasado: el poder y la producción de la historia (1995) el antropólogo haitiano Michel Trouillot nos cuenta que, en 1790, unos pocos meses antes de la revolución de los esclavos negros en la isla de Santo Domingo, el colono francés Le Barre le escribía a su esposa en la metrópoli informándole del estado de paz que se vivía en esa isla del trópico. “No existe ningún movimiento entre nuestros negros. Ellos ni siquiera lo piensan. Son muy tranquilos y obedientes y siempre lo serán. Dormimos con las puertas y las ventanas abiertas. La libertad para los negros es una quimera”. Sin embargo, en 1804 Haití se convertía en el primer país del Caribe y de América Latina en obtener su independencia.
Las respuestas de las potencias europeas fueron primero el asombro y luego la negación de este evento histórico que era considerado impensable. ¿Cómo un grupo de esclavos negros mal-armados podrían derrotar a las experimentadas y disciplinadas fuerzas de Napoleón? La obtención del reconocimiento de Haití por otras naciones fue mucho más difícil que la prolongada y sangrienta lucha armada. Alteraba la escala ontológica del orden colonial pues los negros eran situados en la base de la humanidad. El escritor Tsvetan Todorov señala que incluso en el título de la promulgación de los llamados Derechos del hombre y del ciudadano se albergaba el germen de una contradicción en la que la condición de ciudadano estaba por encima de la condición humana tal y como ocurre en la Colombia de hoy frente a la población amerindia.
La república de Haití, un nombre tomado del pasado indígena de la isla fue de una inmensa generosidad con la causa de la independencia en nuestro país. En 1816 el gobierno haitiano contribuyó con embarcaciones, miles de fusiles con sus bayonetas, pertrechos, imprentas y una importante suma de dinero. El apoyo incluyó la mediación misma en las desavenencias internas de las principales figuras de la causa libertadora. El pago fue la ingratitud y la insolidaridad con sus tragedias. Hemos reconocido incluso a otros países contribuciones inmerecidas en mengua del significativo aporte de la nación haitiana al proceso emancipador. Como para que no cupiese duda de nuestra ingratitud en el año 2002 Colombia cerró su embajada en ese país.
Víctima de invasiones intermitentes, cruentas dictaduras, golpes de Estado y recurrentes desastres naturales, Haití se debate hoy ante el vacío de poder y la incertidumbre. Su presidente Juvenel Moise fue asesinado por un grupo de mercenarios que hablaban español. La comunidad internacional prefiere mirar hacia otro lado e insistir en la negación tácita de Haití. Asociándola con un Estado fallido muchos medios se refieren a esta república del Caribe como la Somalia latinoamericana en donde solo pueden imperar las facciones rivales armadas y el caos constitucional.
Más de dos siglos después de la revolución haitiana continuamos reproduciendo el vaticinio colonial y racista de su inviabilidad. Sin embargo, como ha afirmado el Premio Nobel Armatya Sen, “Un país no tiene que ser considerado apto para la democracia, tiene que volverse apto a través de la democracia”.