Ya no soy un niño, no uso pantalones cortos, he dejado de ser aquel imprudente, como cuando interrumpía conversaciones de los mayores; ya no me cae jabón en los ojos cuando estoy en la ducha; no me golpeo las rodillas al levantarme de la mesa; ni estoy lleno de lombrices por comer chucherías o heridas por andar descalzo; ya no tengo piojos en la cabeza; ni pesadillas nocturnas; ya no estoy enamorado de mi maestra… ya no soy un niño, soy un hombre.

Ahora, con el paso del tiempo, vivimos la ley sagrada de la compensación y aprovechamos a granel los momentos llenos de inspiración o sabiduría adquirida. Gracias a la experiencia acumulada por los años vividos, que nunca serán muchos.

En medio de un buen café, las reflexiones son muchas. Rescato un bello pasaje del poeta uruguayo, dramaturgo y novelista Mario Benedetti y que titula preguntando: “¿Qué les queda a los jóvenes? Y con su genialidad y sentir expresa en uno de sus fragmentos: ¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de consumo y humo? ¿Vértigo? ¿Asaltos? ¿Discotecas? También les queda discutir con Dios, tanto si existe como si no existe”. Y agrega el maestro más adelante en sus líneas: “Sobre todo les queda hacer futuro a pesar de los ruines del pasado y los sabios granujas del presente”.

La vida de un hombre es un parpadeo, un aleteo, un suspiro, en la grieta insondable del tiempo. Deshoja el follaje de la vida y quedará desnudo el fruto de la realidad. Y lo cierto es que siempre hay que caminar con pie seguro, hay tierra movediza y minas quiebrapatas. Además, las tentaciones a lo largo de nuestra existencia son cotidianas y entre más fe, más te quieren arrebatar la tranquilidad espiritual. La pregunta es: ¿Cómo las hemos afrontado y que nos han dejado? Lo cierto es que los tropezones de la vida endurecen los pies y fortalecen el alma.

En la clave del equilibrio de la vida: No hagas más de lo que puedes, ni menos de lo que se debe hacer. La actitud más amable es la de saber escuchar.

Aunque está claro que desear no es razón suficiente para merecer, muchas veces maldecimos porque las cosas no nos salen bien o simplemente la ambición constante, se arropa a nosotros y cada vez queremos más. También practicamos con deseo, con rabia, con ignorancia o peor aún sin ser conscientes, esa inseguridad que llaman: “La envidia”, que para mí, es como la mata de pringamoza, siempre nos deja un escozor en la piel, en este caso, del alma.

Otro afán de la vida es el dinero, que puede comprar muchas cosas, pero nunca podrá comprar la generosidad de un atardecer, el susurrante murmullo de un riachuelo, la brisa cálida del mar en horas vespertinas, o el rielar argentífero de la luna sobre las aguas de un lago azul.

Y para concluir este parpadeo jugosamente nostálgico de hoy, donde pretendo expresar que nuestra existencia es un privilegio, pero se va en un soplo y a pesar que los tropezones de la vida endurecen los pies y fortalecen el alma, hay cosas que no pueden faltarnos y es el amor que lo defino como “el aroma de Dios”.