El 12 de octubre de cada año, se conmemora en los pueblos de América Latina, el tradicional Día de la Raza, que a propósito expertos polemizan desde años atrás sobre el particular, afirmando que no se debería hablar de raza sino de ascendencia humana. En los Estados Unidos, dentro de la comunidad latina, se le conoce como Día de la Hispanidad y entre otros para Argentina y Colombia, también comienza a adentrarse el concepto del Día del respeto a la diversidad cultural. Para muchos, no es otra cosa más que la celebración del encuentro entre dos mundos, la cultura de España y América Latina.
Lo anterior, me trae a la mente y al corazón, el pasado, presente y futuro de nuestra población indígena, que en el 2018 el Dane determinó un total de 1.905.617 en nuestro territorio nacional. El Censo Nacional de Población y Vivienda 2018 identificó grupos de comunidades que informan pertenecer a 115 pueblos ancestrales.
Algunas de las tribus más representativas son: La Wayú, Arhuaco y Embera. Lo cierto, es que en mi sentir, la autenticidad de ellos no ha sido interpretada a plenitud por el estado, han sido alejados, reducidos a sus territorios y por otra parte, hemos gozado de ignorancia sobre su verdadero valor.
La legitimidad de estas etnias en casi todos los niveles no ha sido explicada como debe ser. Siento que los grupos indígenas también se alejaron mucho en épocas históricas importantes, lo cual impidió el desarrollo en medio del respeto a sus orígenes cobijados en su identidad cultural.
Los gobiernos desde décadas anteriores y a pesar de los esfuerzos, de intensificar sus beneficios brindándoles garantías en sus resguardos y grandes tierras, y del reconocimiento de autonomía en la aplicación de sus normas internas de convivencia, ha pecado por la falta de una estrategia de sostenibilidad integral con esta población.
Es común ver hoy haciendo presencia en las grandes ciudades del país, a familias enteras de poblaciones indígenas en coro reclamando por incumplimiento de acuerdos pactados. Y otros desfilan por las calles al son de su música y expresión cultural, siendo utilizados de manera política desdibujando su esencia y transformándolos en actores de intereses particulares ajenos a su historia social.
Del rostro y carácter de nuestros indígenas hemos aprendido bastante y países vecinos también. En ellos permanece eso que llaman el “poder divino” todavía guardan sus secretos blindados en su identidad y los aplican de manera mágica para saber convivir y calcular con la naturaleza su bienestar y estabilidad en todos los órdenes.
Nuestros aborígenes no son pobres hombres, sentimiento que con una carga de ignorancia y de simpleza puede rondar en la mente de muchos de nosotros, citadinos o no. Ellos también saben vivir y manejar el orgullo, saben conocer, saben aprender y respetar.
Hoy más que nunca hay que comprometernos a un acercamiento en paz y sincero reconocimiento entre las partes, para desarrollar también el poder de la convivencia en honor a nuestro pasado y la ley universal de la diversidad.