Por más intentos que hizo Moisés, nunca pudo sacarle el más mínimo sonido a la flauta de su padre don Alberto, que con brillante destreza aplicaba el labio superior sobre el orificio en el extremo del instrumento de ébano y pulsando manualmente las alargadas teclas platinadas para deleitar a todos con el sonido deliciosamente grave, se situaba al lado de su esposa Isa quien por su parte sabia imprimir el más puro sentimiento al ajedrez blanco y negro de las teclas de su piano. Y así los dos, en íntima conjunción de un maravilloso dueto, dispersaban por todos los rincones de la casa, las notas de las más idílicas armonías.

Después de fallecer don Alberto, Moisés ha conservado la flauta por más de 60 años en un lugar prominente del salón principal de su casa, intocable reliquia amparada por el valor sentimental que guarda su memoria, permanece solitaria como un silencioso testigo de un tiempo que no volverá, plagado de recuerdos familiares, a la vista de todo aquel que visita la casa de Moisés.

Antes de la pandemia muchos de los visitantes tropezaban sus miradas con la flauta, recordaban aquella época, también ellos formaban parte de los grupos de amigos y parientes que sin anunciarse, concurrían a ese acogedor hogar de puertas abiertas, para disfrutar de las más agradables horas musicales del piano de doña Isa y de la flauta de don Alberto.

Familiares jóvenes aficionados a las guitarras, al acordeón y a las maracas, algunas veces se sumaban al final del recital y con el beneplácito de don Alberto, desviaban el ambiente romántico hacia el camino del jolgorio de la cumbia, el porro, el bolero y el merecumbé, ritmos de moda de la época que transformaban aquello en una ruidosa reunión juvenil con sus inevitables derivados de bailoteos frenéticos hasta la madrugada.

Pero una noche de frescura decembrina en la que el sagrado silencio del sueño solo era interrumpido por la respiración de los que dormían en la casa de Moisés, llegó furtivo, el sonido mágico de un conocido “nocturno” que brotaba de la flauta, ondulante en el misterio de la noche.

Y como tocados por algo intangible, invisible, todos al mismo tiempo, abrieron los ojos y los oídos, y se encontraron enigmáticamente despiertos, llevándolos de la mano del subconsciente a las fértiles llanuras de una increíble felicidad. Y a medida que las notas de la melodía iban remontando en una escala gradual, permanecían flotando como una nube electrizante en todo el ámbito de la residencia durante toda la noche.

Entonces el tiempo pareció chocar contra la luz de la alborada que partió en dos la oscuridad y todos despertaron de ese estado hipnótico, levantándose al mismo tiempo de sus lechos, para acercarse al lugar donde la flauta debía permanecer. Sin embargo, para sorpresa de todos, la flauta había abandonado el sitio habitual donde debía estar y se había trasladado a la distante mesa rectangular de vidrio en el centro de la sala. Y ahí permanece intacta con el recuerdo perenne y el maravilloso sonido del pasado y solo Dios sabrá cuándo reinicie su canto porque Don Alberto ya no está, para brillar con vida y enaltecer nuestros corazones.