Compartir:

Nadie había podido con la pelirroja Mirta Anderson hasta aquella fría tarde de febrero en que el ingeniero Aldama le soltó una reprimenda.

Había venido a vivir a la conocida casa Muriel, precedida de una mala fama que le había granjeado el repudio de los que serían sus vecinos aun antes de presentarse ante ellos con sus cuatro gatos, sus atiborrados cestos de fruta y una voluminosa maleta que hacía juego con el color encendido de sus cabellos.

De acuerdo con los rumores llegados a la casa, Mirta Anderson era una habilidosa tahúr muy conocida en los oscuros y escondidos garitos por los que se pasea ufano el diablo. Se había establecido en la ciudad en los años ochenta, proveniente del estado de Montana, ejerciendo en sus inicios como profesora de inglés. Quienes fueron sus compañeros de piso, de entonces, la recordaban claramente: pequeña de estatura, el rostro totalmente salpicado de pecas y muy blanca y delgada, aunque fibrosa. Desprendía un fuerte olor acre, rehuía hablar más allá de lo necesario y tenía una especial obsesión por la comida. Abría varias veces al día la nevera y, sin ningún disimulo, comprobaba que no le faltara ninguna de las piezas de fruta que había guardado, como también que sus recipientes plásticos conservaran la totalidad de las verduras que había guisado y, posteriormente, almacenado.

En casa permanecía muchas horas y gustaba de quedarse en su habitación, salvo el rato que dedicaba a sus lecturas de prensa económica anglófona, que devoraba sentada en la mesa del comedor, mientras succionaba ruidosamente naranjas y limones, provocando la estampida de aquellos que estuviesen por allí.

El salto de este tiempo a aquel otro en que pasó a convertirse en la invencible jugadora de póquer de los garitos clandestinos, era una laguna de la que nadie daba cuenta. Solo se sabía que desde hacía años la pecosa pelirroja había establecido su cuartel general en el centenario café Comercial de Madrid, y que era aquí donde acordaba sus partidas.

Según se conoció después, fue en este emblemático lugar donde empezó a fraguarse la desgracia de la infortunada Carmen Vizcaíno, tan recordada por sus vecinos de la casa Muriel. Una vieja amiga del colegio de la Vizcaíno las había presentado. Estaban merendando cuando Mirta Anderson hizo su aparición en el café y la amiga se alegró de verla, la saludó eufórica y la invitó a sentarse en la mesa.

Siempre por petición de la amiga, Mirta Anderson compartió con ellas sucesivos jueves de merienda. Tenía por hábito tomar dos tazas de espeso chocolate, acompañadas de churros, y jamás pagaba. Lo hacía la amiga, que era capaz de perder la sesera por el póquer y le profesaba gran admiración.

Mirta era callada, de carácter decidido y gestos contundentes. Poseía una mirada intimidatoria de la que se valía para escudriñarte hasta el hígado con solo echarte un vistazo, y cuando caminaba descargaba tal fuerza en los pies que sus pasos retumbaban por los pasillos. Por su parte, Carmen era solitaria, quebradiza y contenida. La amiga, un ser que vibraba hablando de las apuestas, de los gestos de los contrincantes, de la tensión que se vivía en esas mesas de juego a las que acudían ella y la conocida tahúr.

Hasta el encuentro con Mirta Anderson, Carmen Vizcaíno había representado un papel social que, aunque no era de su total agrado, le reportaba amigos y estima. Era la señora solidaria y amable del cuarto piso de la derecha de la casa Muriel.

Como era responsable y muy rigurosa consigo misma jamás abandonaba aquello con lo que se comprometía, de tal manera que nadie podía sospechar que su derrochada solidaridad en realidad le arrancaba interminables bostezos.

Por las fiestas de mayo, Mirta invitó a Carmen Vizcaíno a que conociera el mundo del póquer y sus apuestas. Obnubilada por la firmeza con la que se desenvolvía la pelirroja, Carmen aceptó el ofrecimiento agradecida y feliz.

Agotados la primavera y el verano, Carmen Vizcaíno le pidió a Mirta Anderson que le concertara una partida. Había aprendido y quería sentarse a jugar. También, quería apostar.

Para asegurarse de que presentaba a los garitos amigos una jugadora fiable, Mirta no solo advirtió a la nueva tahúr sobre las cuantías de las apuestas –las mínimas, las máximas no tenían tope– sino que le hizo actualizar y enseñarle su libreta de ahorros, en la que figuraba depositada la suma de treinta mil euros.

Por consejo de la pelirroja, inicialmente se pactaron diez partidas a razón de dos mil euros cada una. Pero luego se fueron programando, una a una, otras cinco más a petición de la propia Vizcaíno que, a medida que había ido perdiendo, había querido recuperar enseguida lo desaparecido. En ningún momento Mirta ni su amiga le sugirieron que se retirase. Y en todo caso, esto jamás se hubiese producido porque Carmen Vizcaíno estaba poseída por el demonio de la compulsión.

De esta forma, los treinta mil euros pasaron a otras manos.

Días después del descalabro, ojerosa y muy delgada, Carmen Vizcaíno reapareció por el café Comercial portando otros diez mil euros, producto de la venta de sus heredadas joyas familiares.

Por desgracia, también esta suma perdió.

Obstinada en ganar, aunque fuera una sola vez, la devenida ludópata pidió a Mirta Anderson que le concertara una nueva partida, asegurándole que se aprovisionaría nuevamente de dinero. Sin embargo, el efectivo se le había esfumado y carecía de otros bienes que, según un primer juicio suyo, fuesen susceptibles de venta. Su piso era su techo y, por tanto, debía permanecer intocable. No poseía coche y solo le quedaba el mobiliario doméstico, compuesto por diferentes piezas de autor, de gran valor económico, que había ido comprando en ferias internacionales a lo largo de varios años.

Aquella noche de reflexión para dilucidar lo que debía hacer fue convulsa. Carmen Vizcaíno se debatió durante horas entre vender sus muebles o apartarse de manera definitiva del juego. Quizás fue la partida más dura de todas las que jugó. Y fue dura porque se trataba de deshacerse de un patrimonio mobiliario al que ella daba trato de tesoro. Siempre enseñaba sus muebles como si fuesen piezas de museo, y el mimo hacia estos era tan grande que nunca había querido tener empleada doméstica, pudiendo sufragarla, por temor a que sufriesen daños.

Por esto el debate sobre si debía deshacerse de estos o quedárselos fue de auténtica pesadilla. Pero el amanecer llegó, y ella pensó que la cordura y la sensatez habían sido los vencedores.

Al mediodía, tras unas pocas horas de sueño reparador, se encontró con su amiga y le dijo que había tomado la resolución de dejar el juego.

Sin embargo, cuando Mirta Anderson se levantó de su silla para salir a su ronda de esa noche, y la amiga se despidió y salió tras la pelirroja, Carmen Vizcaíno se precipitó a la puerta y las alcanzó. Solo las acompañaría. No iba a jugar, aseguró.

Tras una larga noche de paseo por los garitos en compañía de su amiga y de Mirta Anderson, que ese día había ganado a manos llenas, Carmen Vizcaíno regresó abatida a su hogar. Experimentaba una enorme frustración por no haber jugado.

En los días posteriores, desarrolló una creciente e irrefrenable aversión hacia su mobiliario doméstico. Y odiándolo se liberó del afecto que le tenía.

Presa de una gran excitación, como si fuese una niña preparando la piñata de su cumpleaños, organizó un mercadillo en su vivienda. Con excepción de su juego de cuarto y los enseres básicos de cocina, puso precio a todos aquellos amados objetos que la habían acompañado tanto tiempo. Vinieron sus vecinos de la casa Muriel y los amigos de sus vecinos, y todo se vendió.

La explicación que dio a los que concurrieron al remate fue que estaba harta de sus muebles y que el cuerpo le pedía a gritos renovarse.

Con el dinero recaudado se presentó, de nuevo, ante Mirta Anderson que, una vez más, la llevó a jugar. Y una vez más, la pupila de la pelirroja regresó a su casa con los bolsillos vacíos.

Durante algunas semanas, ninguno de sus compañeros tahúres vio aparecer a Carmen Vizcaíno por el concurrido café Comercial. Algunos aventuraban que debía estar siendo pasto de la depresión, como le sucedía a los novatos que creían estar hechos para estas lides y se rompían como frágiles cascarillas de huevo al primer tropiezo.

Pero la Vizcaíno no debía estar tan hundida, o si lo había estado su pena debía haber sido superada, porque una noche se presentó en el habitual punto de encuentro de sus compañeros tahúres vestida de manera exquisita y con un corte de pelo que la rejuvenecía. Los elogios que recibió fueron múltiples y duraron lo que estos suelen durar, y la piropeada los agradeció tornándose en extremo locuaz.

Desde su puesto de siempre, Mirta Anderson parecía ajena a la reaparición de Carmen Vizcaíno. En ningún momento se había apartado de la lectura de The Financial Times, y en esto se entretuvo hasta que el revuelo por la llegada de la desaparecida amainó. Aprovechando este momento de distensión del grupo, Mirta Anderson echó a rodar su conocimiento de tantos años con ludópatas. Puso el diario a un lado y, tras volver a colocarse sus gafas de miope, interrumpió la animosa charla que se había entablado. Odiaba los rodeos. La ponían tensa y nerviosa.

Carmen, dijo, dirigiéndose a la Vizcaíno, ¿cuánto dinero has traído para apostar? Mucho, respondió con voz ahogada la mujer, aturdida por la forma descarnada en que se había evidenciado el motivo de su visita. Aunque, de inmediato, recordó la gruesa suma que llevaba en su cartera y eso le devolvió seguridad.

Tengo mucho dinero para apostar, volvió a hablar, esta vez con voz firme. Pero solo quiero jugar con el mejor, no quiero principiantes, enfatizó.

Entonces tendrás que jugar conmigo porque yo soy la mejor, le respondió, prepotente, Mirta Anderson.

Al amanecer, Carmen Vizcaíno regresó a su casa, se tumbó sobre la cama que aún le quedaba, y se echó a dormir. Había perdido su piso de la casa Muriel, situado en la solariega calle de Apodaca, en cuestión de pocas horas, tras sucesivas partidas que los entendidos juzgaron como las mejores jugadas por la imbatible Mirta Anderson.

La pelirroja se instaló en su nuevo hogar lo más rápido que le fue posible. Sus vecinos de la hermosa casa Muriel la recibieron con caras de disgusto y desprecio, pues a su llegada ya todo el inmueble conocía la fatídica historia de la Vizcaíno.

Hasta el portero se sumó a las muestras de repudio. Ni siquiera se levantó de su puesto para ayudar a la nueva propietaria cuando esta atravesó el portal con sus cuatro gatos, sus pesados cestos de frutas y esa enorme maleta que sabe Dios qué contendría.

Al poco tiempo de este traslado, otra nueva inquilina entró a vivir en la casa Muriel, en el cuarto B, justo enfrente del piso que había pasado a ser propiedad de Mirta Anderson.

Se trataba de Kasia Marek, una polaca de mediana edad, que manejaba un voluminoso cuerpo de noventa kilos.

Pronto las dos mujeres entablaron amistad y era habitual encontrarlas en el rellano de la escalera hablando en alemán así que nadie entendía lo que suscitaba sus continuas risotadas.

En el verano, la polaca y la norteamericana originaron un gran escándalo en la refinada casa Muriel. Fue una calurosa tarde de comienzos de julio. Sin ningún pudor, las dos sacaron unas butacas al descansillo de la cuarta planta y se sentaron en ropa interior a abanicarse con periódicos, al tiempo que se refrescaban con los pequeños chorros de agua que salían de los aspersores manuales que usaban para rociar sus plantas.

De nada sirvieron las cartas recriminatorias del presidente de la comunidad y los insultos de los vecinos. Ellas continuaron refrescándose, de su particular manera, mientras duró el calor. Pero debieron cogerle gusto a eso de sacar las butacas para hablar en el descansillo, porque lo volvieron costumbre. Todas las tardes, hiciese más o menos frío –al parecer, la temperatura no era para ellas un obstáculo sino una excusa– repetían la operación de las butacas aunque ahora sus charlas transcurrían con ellas dos vestidas y la ingesta no era de zumos sino de grandes cantidades de frutas.

Aparte de ocupar áreas que se consideraban comunes, las dos inquilinas dejaban pastoso el suelo del descansillo. Comían de mala manera y todo lo que se les caía al suelo –gajos de naranja, semillas, mondaduras o el propio líquido de los cítricos que exprimían directamente sobre sus bocas– después era recogido como les venía en gana y dependiendo del humor que les acompañase ese día.

El portero, que era la víctima de esta dejadez puesto que era él quien tenía que fregar, llegó a detestarlas y hasta se atrevió a decir en voz alta que si tuviese la oportunidad las envenenaría con tanto estilo como el empleado por la uxoricida de Badajoz con su difunto marido.

Una madrugada, la vecina del tercero abrió la ventana del baño que daba al patio interior y pidió a los gritos auxilio. El inmueble estaba prácticamente vacío porque era puente y casi todos los inquilinos se encontraban fuera, con excepción del remilgado presidente de la comunidad y su esposa y algún que otro anciano.

Mirta Anderson, que jamás salía de vacaciones, acudió de inmediato a la llamada de socorro. Golpeó con fuerza la puerta del 3 A y, al descubrir la identidad de la persona que había reclamado ayuda, se detuvo unos instantes antes de decidirse a entrar. La mujer en apuros era la esposa de Arturo Goyeneche, un vigoroso hombre de unos cincuenta años de edad, al que sus vecinos llamaban Orson Welles por el extraordinario parecido con este actor y director de cine. Hacía ya tiempo, la mujer de Goyeneche había mantenido un contencioso con la norteamericana. La había acusado de haberle manchado una colada entera de ropa muy fina y costosa después de que Mirta, que vivía en el piso de arriba, tendiera la suya propia sin escurrir. Como de costumbre, la pelirroja se había mostrado indiferente al reclamo, y la reclamante no solo se había tenido que tragar la rabia sino que se había abstenido de volver a colgar su ropa en el tendedero del patio. Tengo una loca peligrosa viviendo encima mío, solía explicar.

A pesar de este incidente, aquella noche de mayo Mirta Anderson hizo sonar sus cargados pasos sobre el parquet del piso de Orson Welles, siguiendo a la mujer de este que lloraba de manera desconsolada. El hombre se encontraba tumbado en el cuarto de baño, boca arriba, víctima de un aparente ataque cardíaco.

Aunque nada pudo hacer para devolverle la vida al vecino del tercero, el nombre de la detestada Mirta Anderson quedó redimido entre su vecindad por algún tiempo. Garbanzo, como muy acertadamente llamaban a sus espaldas al remilgado presidente de la comunidad –era bajo y regordete–, contó que él había alcanzado a ver a la pelirroja montada sobre el mastodóntico cuerpo de Orson Welles, propinándole fieros puñetazos a su corazón, con el ánimo de reanimarle. Y que después la norteamericana se había quedado a acompañar a la viuda, hasta que la misma fue arropada por el afecto de sus familiares venidos desde Murcia.

Durante algunas semanas, la enconada pelea con Mirta y Kasia disminuyó en intensidad. Los vecinos no salían de su asombro por la solidaridad y sensibilidad derrochada por la fría e indolente Mirta Anderson la noche de la muerte de Orson Welles.

Llegada la primavera, la norteamericana volvió a revolucionar la casa Muriel. Pero en esta ocasión, con un hecho que fue motivo de jolgorio y no de disgusto.

Según la versión del portero, Mirta Anderson había abandonado el inmueble muy de mañana, portando un maletón y acompañada de Kasia Marek, que solo llevaba un bolso de mano. La noticia fue objeto de corrillos a lo largo del día, y se diría que paralizó la actividad de las gentes de aquel bello y premiado edificio, que suspiraban para que la partida de las dos mujeres fuese para siempre. Pero a eso de las siete de la tarde volvió a aparecer por el portal la voluminosa figura de Kasia Marek, echando por tierra los deseos de sus convecinos.

Kasia Marek pasó a ocupar en solitario el puesto de rara avis que compartía con Mirta Anderson, porque a esta última no se le volvió a ver y su piso tampoco fue ocupado por nadie.

Tras su regreso, la polaca continuó con la costumbre de sacar la poltrona al descansillo y de comer grandes cantidades de fruta. Aunque aquel hábito no se prolongó sino por unas cuantas semanas, al cabo de las cuales Kasia Marek debió de aburrirse de lo que hacía porque dejó su costumbre de estar expuesta al público y, prácticamente, se refugió en el interior de su casa.

Pocas salidas hacía la polaca, y casi todas vinculadas con el aprovisionamiento de su subsistencia. A la única que le permitía acercarse a su hogar era a una compatriota suya que venía a limpiar cristales en el edificio y, de paso, el piso de Kasia. Fue esta mujer la que contó la forma en que vivía la corpulenta Marek, quizás sorprendida por lo que allí dentro pasaba. Se lo dijo al portero y este, con su hablar pausado, lo puso en conocimiento de todo el edificio.

Kasia Marek tenía en la cocina de su casa dos grandes ollas de agua hirviendo todo el día. Según ella, el ambiente de su piso era excesivamente seco y la causa de su permanente tos y de que la piel tendiese a resquebrajársele al menor descuido. Vivía obcecada con la falta de humedad, y para subsanar lo que ella había convertido en la máxima carencia de su hogar repartía cazos de agua hirviendo por todos los rincones de su vivienda. Extraña costumbre esta, teniendo en cuenta que en el mercado se pueden conseguir humidificadores de diversa intensidad y tamaño, pero era un hecho cierto en la vivienda de Kasia Marek. Como también lo era que el papel de las paredes se había ido despegando y se caía a pedazos.

Kasia Marek fue encontrada muerta la mañana en que Marysia, su empleada polaca, había venido a informarle de una nueva acusación en su contra. El inquilino del piso de debajo del suyo se había quejado de que Kasia llevaba varios días sin apagar la televisión y la señalaba como culpable del empeoramiento de sus problemas de sueño.

En efecto, el aparato llevaba días sin ser apagado, los mismos que tenía de muerta la singular polaca que, afortunadamente, falleció de noche cuando sus ollas no solían ser puestas al fuego.

Kasia Marek fue enterrada por una familiar de la que hasta entonces nunca se había tenido noticia, que vivía en el extremo opuesto de la ciudad.

Tres días después de su sepultura, Mirta Anderson regresó a la casa Muriel para sorpresa y terror de sus inquilinos. Y durante varios meses, los que necesitó la heredera de Kasia Marek para vender el piso, volvió a sacar una de sus butacas al descansillo. Desde ahí vigilaba que nadie viniese a apagarle la vela que todos los días encendía frente a la puerta de su vieja amiga.

Vendido el piso de la polaca, Mirta Anderson volvió a incordiar. En esta ocasión se centró en las plantas del portal, que se dedicó a destruir o robar hasta que la junta directiva del edificio, por decisión unánime, acordó quitarlas del todo.

En cuanto a su antigua vida nocturna, debía haberla abandonado porque nunca más se le vio salir de noche. Salía de día, con el rostro totalmente cubierto por una pañoleta amarilla, causando miedo entre los chiquillos del barrio que la veían recorrer sus calles sin otro rumbo que el de detenerse a hurgar los contenedores de basura, de los que nunca se llevaba nada.

Un mediodía, tras regresar del circo con sus pequeños hijos, el ingeniero Aldama vio a Mirta Anderson parada sobre el alfeizar de una de sus ventanas, con la clara disposición de arrojarse al vacío. Estupefacto, lo único que atinó a gritarle fue: ¡Señora, tenga respeto, por favor, no ve que hay niños! Y la pelirroja, como si se tratase de una cría pillada en falta, bajó su cabeza y le obedeció de inmediato. La retadora y violenta Mirta Anderson volvió a ser niña y acatando esa oportuna reprimenda, se metió de nuevo en su piso. Quizá fuese la primera vez en su vida en que se sintiera confrontada con lo que hacía. La primera con la que se diese cuenta hasta dónde podía llevar su imperiosa e incontrolable necesidad de dañar y hacerse daño.

Días más tarde, Mirta Anderson se marchó de la casa Muriel, con sus cuatro gatos y una mochila de viaje de esas que a sus espaldas llevan los trotamundos. Pero lo que se convirtió en un gran festejo, dejó de serlo a las pocas horas cuando varios de los pisos que se encontraban por debajo del de la antigua tahúr quedaron severamente afectados por la inundación que había provocado esta al dejar abiertos todos los grifos de su casa. La pelirroja había vuelto a hacer de las suyas.

Al parecer, el asegurado e inevitable trauma de unos niños viendo caer de un cuarto piso a una suicida era lo único que la había hecho contenerse. Lo único por lo que Mirta Anderson había mostrado, realmente, un respeto.